Por Fernando PASCUAL |

 

¿Tenemos derechos porque aceptamos vivir en una sociedad, o los derechos existen antes de “entrar” en un grupo social?

La pregunta surge ante propuestas como las de Hugo Tristram Engelhardt, un pensador de Texas que desde hace años escribe sobre bioética.

Según Engelhardt, en sociedades pluralísticas resultaría imposible compartir principios éticos, porque las personas y los grupos piensan y actúan desde premisas diferentes y, en ocasiones contrapuestas.

Así, quienes aceptan una fe (cristianos, judíos, musulmanes, etc.) piensan a partir de premisas teológicas con las que luego elaboran propuestas morales que dependen de tales premisas.

En cambio, quienes no tienen ninguna fe religiosa, por ejemplo agnósticos o ateos, piensan y viven según otras premisas, de tipo filosófico, cultural, etc.

Entonces, ¿cómo pueden convivir personas con mentalidades a veces muy diferentes? Según Engelhardt, a través de una especie de acuerdo con el que se renuncia a imponer las propias creencias a los que piensan de modo diferente.

Ese acuerdo crearía un espacio social donde quedase garantizado el derecho de cada uno a no sufrir violencia indeseada por parte de otros.

El problema que surge, ante las propuestas como la de Engelhardt, es el siguiente: ¿y qué ocurre con las personas que no aceptan tal acuerdo? ¿Quedan privadas de sus derechos?

Para Engelhardt, tales personas no podrían reclamar sus derechos precisamente por haber quedado fuera del acuerdo social básico.

En realidad, los derechos son propios de los individuos, sea que acepten un modelo social, sea que lo rechacen.

Esto es difícil de aceptar para quienes, como Engelhardt, no logran entender que resulta posible un pensamiento filosófico capaz de reconocer y demostrar que todo ser humano, desde que inicia a existir hasta que muere, tiene una dignidad propia, independientemente de lo que piense o haga.

Los derechos básicos son propios de cada individuo, lo cual vale cuando uno decide vivir en una sociedad con leyes más o menos definidas, y también cuando uno opta por vivir de modo asocial (como ocurre con algunas minorías o con personas que vagabundean en tantos lugares del planeta).

Frente a pensadores que supeditan la tutela de los derechos a la pertenencia a un grupo social organizado, hace falta reconocer y defender la dignidad de cada hombre, de cada mujer. Tal dignidad es la fuente para construir un mundo más justo e inclusivo. Un mundo en el que no habrá espacio para mentalidades discriminatorias, y en el que se promoverán actuaciones solidarias y abiertas, especialmente respecto de los más débiles y vulnerables.

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