Por Fernando PASCUAL |
La vida es un don. Llega sin haberla pedido. Se conserva gracias a mil atenciones recibidas en familia y entre tantas personas buenas.
Esa vida es frágil. Basta un fuerte golpe en la cabeza, una herida en un brazo, una picadura de mosquito, para sufrir por días o meses enfermedades y daños más o menos graves.
Cuando contamos con algo de salud y tiempo, podemos invertir fuerzas, corazón, mente y propósitos en mil actividades.
¿Cómo invertiré hoy esta vida recibida? ¿Hacia dónde dirigiré mis pasos? ¿Qué miraré con mis ojos? ¿Qué diré con mi lengua? ¿Qué haré con mis manos?
Son preguntas que ayudan a orientarnos en un mundo complejo y bello, frágil e indeterminado, con miles de alternativas que se abren ante nuestros corazones.
El bien empieza cuando dejo de pensar en mis intereses egoístas y me abro a las necesidades de quienes están cerca o lejos.
La vida recibida adquiere belleza y bondad cuando la dedico para dar. Dar gratis porque he recibido gratis, como enseña Jesús de Nazaret (cf. Mt 10,8).
Dios da continuamente, a cada hijo, el gran don de la vida. Ese don será fecundo cuando lo invirtamos para dar, especialmente a los más pequeños y necesitados (cf. Mt 25,14-46).
Ese don, lo sabemos por el Evangelio, llegó a su culmen en la historia humana en el Calvario. Allí el Hijo de Dios e Hijo de María entregó su Cuerpo y su Sangre para la salvación de todos, simplemente porque amaba al Padre y amaba a sus hermanos…