Por Fernando PASCUAL |

 

Un profesor enseña una obra de teatro a los niños de su escuela. Les hace representar a los buenos (los de la propia zona geográfica) y a los malos (los de una zona vecina).

Los niños escenifican un momento de la historia del propio pueblo. Los “buenos” (los “nuestros”) resisten al invasor. Los “malos” (los “otros”) mienten, atacan, asesinan, oprimen.

Ese profesor dibuja un mundo en blanco y negro, donde unos merecen aplausos y cariño, y otros reciben condenas y desprecio. Está enseñando a odiar.

Otro profesor expone la misma historia a otro grupo de alumnos. Les explica, de modo sencillo y asequible, la situación, con sus aspectos complejos. Les hace ver los méritos y los errores de unos y otros. Busca la objetividad.

Nunca ha sido fácil presentar la historia. En sus miles de tragedias y de momentos luminosos, son tantos los factores que entran en juego que resulta muy difícil alcanzar una visión serena y equilibrada de los hechos.

Lo que sí es posible es evitar que la enseñanza de la historia se convierta en una siembra de odios, donde se exalta a un grupo y se denigra al otro. Lo cual es un paso importante para avanzar hacia la concordia y el perdón.

Solo con una perspectiva equilibrada será posible identificar culpas de unos y otros, al mismo tiempo que se busca cómo superar males del pasado desde la acogida y los puentes.

En un mundo donde graves tensiones separan a millones de seres humanos por fronteras ideológicas, construir puentes es una urgencia ineludible.

Solo con esos puentes empezaremos a ver mejor la historia y, sobre todo, a considerar el presente con un corazón abierto y con actitudes en las que sean posibles siembras de amor, de armonía y de convivencia, también respecto hacia pueblos que hayan cometido en el pasado errores e injusticias.

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