Por Fernando PASCUAL |

 

Un golpe recibido, y no es el primero ni el segundo: la lista se hace larga. El corazón está cansado.

El verdugo aparece como un déspota irascible, como un maleducado, como un egoísta. La rabia se acumula en las propias venas.

La ocasión llega como en bandeja de oro: resulta posible devolver un golpe, herir a quien tanto ha dañado, disfrutar de una venganza “pequeña”.

Sí: fue un momento de debilidad. Había tensiones acumuladas. Resultaba duro aguantar un día y otro día. Pero… ¿de verdad se arreglan las cosas con pequeñas venganzas?

Quisiéramos, ciertamente, que el otro cambiase. Tal vez no tuvimos valor para hacerle ver sus errores, su dureza, su mal talante. Pero aprovechar una ocasión para la venganza no sirve ni para él ni para nosotros.

Por eso, cuando lleguen ocasiones en las que resulte fácil un dardo hiriente, una humillación pública, un reproche dirigido al corazón del otro que tantas veces ha sido molesto, vale la pena morderse la lengua y esperar.

Se logra más, nos lo han repetido tantas veces, con una gota de miel que con un barril de vinagre. Esta situación no debe convertirse en una oportunidad para herir, sino para tender puentes, para perdonar, incluso para acoger.

Porque quizá ahora el otro aparece ante mí vulnerable y frágil. Su error salta a la vista, su debilidad brilla. Ahora, especialmente, necesita un gesto de paciencia, una mano comprensiva, una ayuda.

No parece fácil, sobre todo en familia o en el trabajo, cuando el cúmulo de golpes ha dañado la convivencia. Pero con la ayuda de Dios, que es bueno y paciente con todos, que tantas veces nos ha perdonado, podemos hacer un pequeño gesto de heroísmo cristiano.

Las venganzas siempre dañan, a quien las sufre y a quien las ejecuta. En cambio, el perdón engrandece los corazones y construye puentes. Lo cual, en un mundo lleno de conflictos y hambriento de cariño, es una urgencia por la que vale la pena ese pequeño sacrificio que ahora, en esta oportunidad concreta, puedo ofrecer con amor sincero.

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