Por Felipe MONROY |

Quizá nunca se agoten las especulaciones políticas del arribo del cardenal Carlos Aguiar Retes a la sede primada de la Arquidiócesis de México, pero los verdaderos retos pastorales de quien toma las riendas de una ciudad casi surrealista permanecen sin que les preocupen los largos análisis.

Si bien el cardenal Aguiar Retes adelantó que encarará el aparente nudo gordiano que representa la Iglesia de la Ciudad de México desde una actitud de misión, diálogo y escucha; la respuesta no es nueva ni es simple. Hacer presente la fe en forma de caridad y consuelo entre aquellos que les necesitan implica trabajo directo, personal y a ras de suelo.

En 1992 esas eran las conclusiones del II Sínodo Arquidiocesano de la Ciudad de México que encabezó el extinto cardenal Ernesto Corripio Ahumada: “Este anhelo de la Iglesia, llegar al corazón humano por medio de la evangelización de la cultura […] supone asumir ese fenómeno de ‘la gran Ciudad’: la Megalópolis; con todas sus características negativas y positivas. La pastoral exige una evangelización encarnada, capaz de revisar todos sus métodos, formas y expresiones acostumbradas hasta ahora, para responder a las múltiples y variadas necesidades de los grupos, su vida y ambientes”.

Ha pasado un cuarto de siglo desde aquel anhelo y, por supuesto, muchas cosas han cambiado. No sólo hay diversidad de culturas y diferentes problemas conocidos en la megalópolis; también hay un pulso de cambios que dificultan incluso darle seguimiento desde las instituciones a las delicadas y profundas transformaciones de las personas, las familias y sus relaciones sociales.

No sólo las instituciones políticas, mediáticas o sociales tienen problemas de seguirle el paso a estos cambios culturales; también las instituciones religiosas son incapaces de albergar en sus modelos tradicionales a la gente que ya no siente las condiciones de existencia, espacio o trascendencia en sus vidas.

Tiene razón el cardenal Aguiar Retes al retomar los planteamientos del papa Benedicto XVI sobre “el cambio de época” que supone el disenso y confrontación de valores en la conducta social; sin embargo, hay que advertir que dicho cambio en México tiene efectos paradójicos, muy particularmente en la capital donde confluyen no sólo las últimas influencias culturales sino donde se imbrican sobre una acrisolada costra de tradición que se reafirma ante infundados temores.

El riesgo sería creer que se camina al ritmo de las transformaciones cuando lo que se promueve es una insensata carrera hacia viejos estereotipos y representaciones anacrónicas que paulatinamente ganan terreno. Aguiar Retes lo tiene presente y lo explica en un nivel filosófico: “Hay fractura del consenso de valores que sostienen la cultura”; es decir, no todas las personas que construyen la cultura comparten hoy los mismos valores. Incluso, muchos de los valores en los que la gente común sustenta su vida cotidiana en ocasiones son equidistantes, mutuamente excluyentes.

Es cierto que la Ciudad de México registra los personajes más seculares, el diálogo cultural irreligioso más profuso y ha transformado a sus últimas generaciones hacia una mayor independencia de los valores católicos-cristianos en la toma de decisiones. Pero sería ceguera funcional el no ver el fenómeno religioso masivo y popular del día de San Judas Tadeo; la multitudinaria y mediatizada Semana Santa en Iztapalapa; la enraizada y transgeneracional presencia del Niñopa en Xochimilco o la incesante e inexplicable peregrinación de fieles al Santuario de Guadalupe. La religiosidad se expresa en los pueblos originarios que fueron aislándose entre los ejes viales o las zonas industriales; en las ancestrales colonias que se edificaron junto a sus parroquias; en las periferias que han recibido cíclica asistencia de los conventos y sus religiosas. En fin, la complejidad no se agota en filiaciones políticas o ideológicas.

Por supuesto, son inevitables las lecturas en clave política que analistas hacen del traslado del cardenal Aguiar Retes a la sede de la Ciudad de México; lecturas politiqueras que, por otro lado, hemos aprendido a desconfiar gracias al bajo nivel de discurso al que nos tiene acostumbrados la clase política. No se pueden desdeñar, pero tampoco representan todas las aristas sociales y culturales que implican los cambios de personalidades al frente de grandes responsabilidades.

Resulta un simplismo ofensivo y es el típico error del analista de escritorio el mirar por encima las cifras y lanzar sentencias que nada aportan. La realidad de la Iglesia en la Ciudad de México y la zona conurbada (donde está no sólo la arquidiócesis de Tlalnepantla de donde Carlos Aguiar fue obispo sino la Provincia Eclesiástica más poblada y con más obispos residenciales del planeta) es de una complejidad absoluta, millones de personas que buscan comprender su existencia y trascendencia; millones más, que ni la buscan ni la necesitan.

Aún hace falta la evaluación sosegada de los 22 años del cardenal Norberto Rivera Carrera frente a la Ciudad de México en esta materia. Rivera dio seguimiento a lo planteado por los sacerdotes de la ciudad al final del siglo pasado; ofreció orientaciones pastorales cada año desde esta perspectiva y organizó una Gran Misión Guadalupana en el año 2000. En su planteamiento pastoral y administrativo secundó la idea de que la Iglesia capitalina debía “abrirse a una diversidad de culturas, tan disímbola en valores, tan abrumada y amenazada también por problemas de índole muy diversa”.

Sin duda, obispos auxiliares, sacerdotes y no pocas congregaciones religiosas reclaman a Rivera su estilo de gobierno, su personalidad, las malas decisiones en un par de obispos auxiliares, la distancia con los vicarios generales, los virajes gerenciales en las dinámicas económicas de la diócesis, la poca promoción del clero y vida religiosa local que ha sido -bien y mal- la primera línea de trabajo frente a los inmensos desafíos culturales y religiosos de la capital.

Pero ¿será allí dónde se perdió aquel ímpetu de los católicos defeños que llamaron a “reconstruir la calle, el barrio, el tejido social donde cada cual pudiera dar satisfacción a las exigencias justas de su personalidad”? ¿Fue sólo responsabilidad del primado y de su consejo episcopal? ¿Cuántas de las prioridades pastorales fueron realmente prioridades para cada sacerdote, religioso o congregación religiosa en la ciudad?

Esas son las principales preguntas que hoy seguramente debe estarse haciendo el arzobispo electo de México y, para responderlas, no hay como ir con cada uno de ellos a dialogar y preguntarles; escuchar el pulso de la diócesis; hacerse líder sí, pero hacerse hermano primero, procurar la amistad de una ciudad que aún no pierde del todo la fe. Dice Henri Nouwen en Camino a casa: “El amigo que puede estar callado con nosotros en un momento de desesperanza o confusión; puede estar con nosotros en un momento de tristeza y duelo; puede tolerar no saber, no curar, no sanar y enfrentar con nosotros la realidad de nuestra impotencia. Ese es un amigo al que le importa”.

@monroyfelipe

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