Por Fernando Pascual
La palabra decadencia sirve para señalar que en un proceso temporal se pasa de una situación mejor a otra situación peor.
Su uso es muy variado. Casi es un tópico hablar de la decadencia de un Imperio o de una civilización. Puede ser menos común, pero no extraño, hablar de la decadencia en la vida de un matrimonio o de una amistad.
Por su parte, la palabra resurgimiento puede usarse para describir un proceso que permite volver a una situación anterior considerada como buena o positiva.
Por ejemplo, se habla del resurgimiento (o renacimiento, o regeneración) de la cultura, del arte, de la democracia, y de otras situaciones humanas.
Si los términos decadencia y resurgimiento pueden ser definidos con más o menos precisión, resulta más difícil aplicarlos a casos concretos.
¿Es correcto, dirá alguno, hablar de decadencia de la Edad Media, cuando en realidad quizá se produjo un resurgimiento de valores del pasado?
¿O sería exacto describir la situación política actual de algunos Estados democráticos como decadencia, cuando quizá estamos ante un cambio que va a provocar mejoras serias?
Más allá de esas dificultades, descubrimos en los dinamismos humanos esas dos posibilidades: la de perder cosas buenas e importantes, y la recuperar situaciones y aspectos positivos del pasado que merecen ser rescatados.
En el fondo, hablar de decadencias, de resurgimientos, de retrocesos y de progresos, supone reconocer que en la existencia de las personas y de los grupos se producen cambios a peor o a mejor.
Lo cual es algo inherente a nuestra condición de seres libres, abiertos a muchas opciones, algunas que se manifiestan dañinas con el pasar el tiempo, y otras benéficas y sanas.
En el actual proceso de la historia, ¿estamos ante una decadencia o ante un resurgimiento? No será fácil responder, pero sí podremos, al menos, analizar seriamente si nuestras ideas y decisiones son lo suficientemente maduras como para apartarnos del mal y para promover ese bien que anhelamos en lo más íntimo de nuestros corazones.