Por Fernando Pascual
La coherencia es uno de los valores más apreciados en muchos lugares del mundo. Pero, ¿vale cualquier coherencia?
Una persona defiende que algunos seres humanos son «inferiores» y otros «superiores». Si actúa coherentemente con esa idea, las consecuencias pueden ser desastrosas…
Un político provoca a los oyentes durante la campaña electoral al sostener que cortará las manos de los ladrones. Si vence en los votos y es coherente…
Desde luego, la coherencia facilita mucho las relaciones humanas. Ante alguien incoherente no sabemos cómo actuará en unas horas ni cómo tratarle el día de mañana.
Pero la coherencia adquiere su sentido justo solo cuando se trata de una coherencia sana, desde principios correctos y comportamientos ajustados a los mismos.
Aquí podemos mirarnos al espejo y preguntarnos: ¿qué principios dirigen mi vida? ¿En qué medida se ajustan mis acciones con aquello que he escogido como luz para mis opciones?
Lo anterior vale para los cristianos. Un bautizado será coherente con su fe si vive el Evangelio, si asume su pertenencia a la Iglesia de modo responsable y maduro.
En cambio, si ese bautizado día enciende una vela a Dios y al día siguiente una vela al diablo, según el dicho popular, la incoherencia resulta nefasta.
Dios transforma los corazones de quienes se abren a Su Amor. Si la transformación es plena, habrá una coherencia sana, que se puede resumir en un sencillo mandamiento: amar a Dios y amar al prójimo, con plenitud, con alegría, con esperanza.