Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.
“Ante Dios, todos somos igualmente sabios e igualmente insensatos” Albert Einstein
“La Iglesia vive en el patriarcado y el patriarcado no forma comunidad». Así me lo acaba de decir una profesionista, católica práctica, y no supe qué responderle. No milita en el feminismo político y me consta que ha meditado largamente –y padecido– las secuelas de una cultura católica en la que los varones ocupan un lugar hegemónico en la toma de decisiones de la Iglesia.
El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua dice que, en términos sociológicos, patriarcado es toda «organización social primitiva en que la autoridad es ejercida por un varón jefe de cada familia, extendiéndose este poder a los parientes aun lejanos de un
mismo linaje».
Por eso es del todo esperanzador que uno de los puntos en los que la reforma de la Curia Romana, órgano supremo de auxilio al Papa para el gobierno de la Iglesia en el mundo, sea, más allá «de la lógica laica de las cuotas femeninas en los parlamentos o en el ejecutivo», abrir la posibilidad de que algunas mujeres encabecen algunos dicasterios que no exigen jurisdicción eclesiástica, como lo pide el de los obispos, por ejemplo.
Enseñando con el ejemplo, Francisco, el primer Papa en la historia en incluir mujeres en la Curia Romana, ha nombrado tres subsecretarias: las doctoras Linda Ghisoni y Gabriella Gambino, para el Dicasterio de los Laicos, la Familia y la Vida, y sor Carmen Ros Nortes para el de los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica. «Vamos con retraso, es cierto, pero debemos seguir adelante», dijo el Papa al respecto.
Que el componente femenino en el gobierno de la Iglesia sea masculino de forma eminente no inhibe la participación gradual y sostenida de la mujer en él siempre y cuando su eje sea el Evangelio, en el que hay sobrada tela de dónde cortar desde que del consentimiento de una mujer, María, hace pender la realización o el fracaso del proyecto salvífico divino, que luego echamos de ver en la participación y presencia del género femenino en el discipulado de Cristo o en las señales milagrosas en las que engastó su vida pública.
Vistas en su conjunto dichas señales, como la curación de la hemorroísa, la resurrección de la hija de Jairo y la del hijo de la viuda de Nahím; el caso de la adúltera y el de la pecadora que le unge los pies, la relación del Señor con las hermanas de Betania o con el grupo de mujeres que al lado de los apóstoles le seguían «de pueblo en pueblo y de aldea en aldea proclamando la buena noticia del reino de Dios», entre ellas María Magdalena, apóstol de los apóstoles, «Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; Susana, y otras muchas que le ayudaban con sus bienes» (Lc. 8,1-3), nos da la señal.
Por otro lado, en la brecha que desde la cultura patriarcal que asumió Jesucristo se advierte de forma nítida la reinserción de la mujer al sentido antropológico pleno que la tradición yavhista consigna en el libro del Génesis 1, 27 cuando afirma: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya… macho y hembra los creó».
Publicado en la edición impresa de El Observador del 29 de julio de 2018 No. 1203