Por Jaime Septién

A la entrada de la Cuaresma nos enfrentamos, como católicos, a uno de los momentos más difíciles en la historia moderna de la Iglesia. Es muy fácil para nosotros criticar a los malos sacerdotes, al ex cardenal McCarrick, al todavía cardenal Pell… ¿Qué ganamos?

La desbandada de la Iglesia está a la orden del día en otros países. Cuando exploten los abusos a menores en México, la vamos a sufrir también. Hay, al menos, 152 casos de abusos, dijo el presidente de la CEM, monseñor Cabrera. El dolor que sufre mi Madre, ¿me toca a mí?

La pregunta tiene su miga a las puertas de la Cuaresma. Tres actitudes se me presentan: encogerme de hombros, culpar a otros o asumir mi pecado. Las dos primeras actitudes –yo en el sitio de honor— han sido características de los católicos. La tercera es la que Jesucristo nos grita al oído en este tiempo fuerte del calendario litúrgico. Nos dice: «Mira lo que tú y algunos han hecho de la Casa de mi Padre; ¿no podrás tú restaurarla?» Nada se restaura sin asumir el costo del corazón roto. Sin asumir el dolor del pecado. Tampoco sin tener en cuenta que, al final de la tarde, seremos juzgados por el amor que hayamos impreso en ese trabajo de restauración. Restaurar la Iglesia es tarea mía, de nadie más.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 3 de marzo de 2019 No.1234

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