Aleteia en El Observador / Por David Mills

Lejos de ser una «gracia barata», el Purgatorio es el medio apropiado y justo de llegar a ser digno de la misericordia que recibimos

Cuando Jesús salió de la tumba, abrió la puerta al Purgatorio. No pensamos en esto cuando cantamos a los cuatro vientos «Cristo ya ha resucitado, ¡aleluya!», al menos yo no lo pienso, aunque deberíamos. Es el Evangelio, como dicen mis amigos evangélicos.

He intentado escribir un verso nuevo para el himno. Llegué hasta «Cristo ya ha resucitado, el Purgatorio ya ha llegado», y ahí me rendí.

Además de ser Evangelio, el Purgatorio atrae también a las personas a la Iglesia. Suministra una necesidad que todos sentimos, al menos en nuestros mejores momentos. El escritor protestante C. S. Lewis se percató de ello al final de su vida. En su último libro, Cartas a Malcolm, dice que «nuestras almas exigen el Purgatorio».

Lo queremos. Sentimos necesidad de él.

Y continúa Lewis:

«¿No se nos rompería el corazón si Dios nos dijera: ‘Es verdad, hijo mío, que tu aliento huele y tus harapos gotean barro y limo, pero aquí somos benévolos y nadie te censurará estas cosas ni se apartará de ti. Entra en el gozo’? ¿No responderíamos: ‘Con sumisión, Señor, y si no hay ningún inconveniente, primero preferiría que me limpiara’? ‘Esto puede doler, ¿sabes?’. ‘Aun así, Señor’».

Lewis describe la experiencia como quien pasa por la silla del dentista. «Espero que cuando me hayan sacado el diente de la vida, y yo esté ‘volviendo en mí’, una voz diga: ‘Enjuágate la boca con esto’. Esto será el Purgatorio. El enjuague puede durar más de lo que ahora puedo imaginar. El sabor de esto puede ser más picante y astringente de lo que mi actual sensibilidad puede soportar».

No es una gracia barata

El Purgatorio no es parte de un cristianismo que reparte gracias baratas. Tenemos nuestras versiones de lo que es, al igual que los evangélicos, con sus conversiones de salir libre de la cárcel y su visión de la gracia de borrarlo todo y hoja en blanco. Los evangélicos mismos nos acusan de usar los sacramentos mecánicamente, y esa puede ser una crítica acertada. Es más, podemos considerar el Purgatorio como el lugar donde pagaremos la factura de las indulgencias que disfrutamos ahora. Podemos pensar, como aquel con la tarjeta con un límite de crédito alto, que no tendremos problemas pagando la factura más tarde.

Yo sé que la confesión no me salva de los efectos de mis pecados. Pero siento que, al salir del confesionario, he vuelto a la casilla de salida. Suelo sentirme un hombre renovado, no un hombre perdonado. Me han puesto a punto y, aunque todavía tengo algunas manchas de óxido, las válvulas gastadas y la transmisión un poco rígida, siento como si acabara de llegar de la fábrica marcando cinco en el cuentakilómetros.

Pero el pecado nos hiere, igual que a los demás, y debemos hacer algo para reparar ese daño, independientemente de todo lo que nos quiere Dios. Akiva, un rabí de principios del siglo II y fundador del judaísmo rabínico, sabía que todo tiene un precio. Compara nuestro mundo con una tienda: «la tienda está abierta y el tendero da crédito; el libro de cuentas está abierto, la mano escribe y el que quiera pedir prestado, puede hacerlo; pero los cobradores hacen la ronda día a día y exigen el pago a los hombres, ya estén contentos o no».

Fulton Sheen lo expresó de la siguiente manera en su libro Paz en el alma: «No es suficiente decirle a Dios que estamos apenados, para después olvidarnos de ello», explica Sheen. «Puesto que todo pecado perturba el equilibrio de la justicia y el amor, es preciso que haya una reparación» que lo restablezca. Y presenta este símil: «supóngase que cada vez que una persona hiciese un mal se le obligase a clavar un clavo en la pared de su sala y se le hiciera desclavarlo cada vez que se la perdonase».

Los agujeros permanecerían aún después del perdón. Por ello, cada pecado después de ser perdonado deja «agujeros» o «heridas» en nuestra naturaleza humana, y estos agujeros se rellenan con la penitencia. Un ladrón que robe un reloj puede ser perdonado por el robo, pero solamente si devuelve el reloj.

La mayoría de nosotros sabe que no hacemos una penitencia adecuada en esta vida. Sabemos que no somos santos. Los santos son los limpios. Queremos hacer penitencia por la razón que escribe Lewis, que queremos estar limpios para el Señor que murió por nosotros.

El Evangelio purgatorio

Dije que el Purgatorio era «Evangelio» y que eso atrae a las personas a la Iglesia. Es una de las doctrinas católicas más distintivas. Si quieres la limpieza purgatoria de la que escribió Lewis, vas a la Iglesia católica. Aquí tenemos un Purgatorio para ti. Un anglicano como Lewis quizás se apropiara de la idea, pese a que su iglesia la rechaza oficialmente, aunque eso es un problema con el anglicanismo. Muy pocos de sus seguidores protestantes le seguirían hasta este punto.

Pero ese instinto de limpieza, de estar realmente limpios, pulcros, relucientes, creo que la mayoría de las personas lo siente. No constantemente y a menudo ni siquiera cuando más sucios podemos estar. Pero sí a veces, quizás con más frecuencia cuando hemos herido a alguien a quien amamos. Dios es bueno y ama a la humanidad, así que nos da lo que queremos y necesitamos. Y Él nos lo da a través de Su Iglesia.

Cuando compartas tu fe con alguien fuera de la Iglesia, quizás quieras mencionar el Purgatorio. Esa persona querrá estar limpia también.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 17 de marzo de 2019 No.1236

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