El asunto de la violencia en México nos paraliza de miedo. Nadie quiere salir ni a la esquina, mucho menos de noche.
Los restaurantes cierran, los cines programan temprano, vivimos encerrados y sin una esperanza de que «esto acabe pronto».
No, no va a acabar pronto; menos aún si lo dejamos en manos de la Guardia Nacional o de las autoridades policiacas o militares del país. Podrán hacer un buen trabajo (esperamos en Dios que así sea) y reducir, en tres o seis años los índices delictivos. Pero lo que no está en sus manos es lo que está en las nuestras. Sí, en las de cada uno de nosotros, sin importar nuestro estatus social; sin importar nuestra cartera o nuestras creencias.
Primero, la casa: ahí está la única escuela del humanismo en donde se debería enseñar y aprender a respetar al otro. Luego está la escuela, la calle, el centro de trabajo. La amabilidad es gratuita. La solidaridad también. ¿Por qué no comenzamos a cambiar el avinagrado modo de ser de muchos de nosotros e introducimos en la vida cotidiana un poco de alegría, un poco de buen humor, un poco de cariño? Una cara risueña desmantela y desarma al más iracundo. La modestia, la pulcritud, el decoro en el vestido y en el lenguaje allanan el camino a la buena convivencia, cosas que no combinan ni con el claxon, la majadería, la suciedad, el descaro.
La paz comienza a producirse si no humillamos a los demás ni los sometemos a nuestro capricho. Cuando Cristo dijo que aprendiéramos de Él que es manso y humilde de corazón lo dijo no como un consejo, sino como una estrategia. La mejor estrategia humana para hacer de nuestro mundo un lugar respirable, entrañable, duradero.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 26 de mayo de 2019 No.1246