Por P. Fernando Pascual
Cuando un tribunal emana una condena injusta, provoca más víctimas de las que al inicio uno pudiera imaginar.
En primer lugar, están quienes son injustamente condenados. Un tribunal, llamado a castigar a los culpables, ha cometido un grave error al dañar a unos inocentes.
En segundo lugar, están los jueces que se equivocan. Con culpa, cuando se dejan llevar por el miedo a la opinión pública, o por falta de honestidad al aceptar sobornos, o por antipatías, o por prisas que impidieron estudiar a fondo cada caso.
O sin culpa. Hay condenas injustas que surgen simplemente desde la mejor voluntad de los jueces que, como cualquier ser humano, pueden equivocarse en asuntos nada fáciles de analizar.
En tercer lugar, están las víctimas que han sufrido un daño. Tras la sentencia injusta pueden creer que ha sido lograda una reparación válida, cuando en realidad al daño que sufrieron se añade el daño de un inocente condenado.
En cuarto lugar, y de modo sorprendente, están los verdaderos culpables que consiguen cierto «alivio» al ver que la justicia castiga a un inocente y así cierra la puerta a investigaciones que podrían dar con ellos.
Sí: el culpable no castigado también «sufre» un enorme daño: el de no ser ayudado a reparar, a ser purificado por un castigo. Esta idea ya había sido defendida por Platón hace siglos, y es algo que hoy podemos reconocer en cada sentencia injusta.
El mundo de los tribunales está lleno de oscuridades, pistas falsas, testimonios engañosos. Algunos creen triunfar al ser pronuncia una sentencia injusta, cuando en realidad solo hay triunfo verdadero cuando se absuelve a los inocentes, se castiga a los culpables y se alivia a las víctimas.
La historia humana, lo sabemos, tiene páginas tristes e injustas. Entre ellas, las que se escriben con sentencias en las que un inocente es condenado mientras un culpable queda absuelto.
Queda entonces, según lo que exige la plenitud de la justicia, esperar en el juicio del único Juez que todo lo conoce y que sabe tratar a cada uno según sus obras.
Ese Juez definitivo e insobornable es Dios. Solo en Dios se unen bondad y justicia. Solo Dios alivia a los inocentes condenados. Solo Dios enfrenta plenamente a los culpables, absueltos erróneamente, con la responsabilidad del daño que hayan cometido.