Por P. Fernando Pascual
Los sistemas democráticos están en manos de seres humanos. Con su libertad y sus ideas, con sus bondades y con sus intrigas, los hombres promueven mejoras o provocan daños en las democracias que luego afectan a toda la sociedad.
No resulta posible hacer un elenco de los diversos males que hieren a las democracias, pero sí pueden ser señalados algunos bastante visibles y otros menos observados, en vistas a prevenirlos y, cuando se produzcan, a promover una buena terapia.
Un gran mal que afecta a los sistemas democráticos radica en las ambiciones de grupos de poder que buscan manipular a los partidos para defender sus intereses, en detrimento del bien común.
Otro mal surge dentro del mismo sistema de partidos políticos, cuando estos se convierten en algo autorreferencial, cuando buscan perpetuarse en el poder sin tener en cuenta la promoción de la justicia.
Un mal constante en algunas democracias consiste en las luchas internas por ocupar los mejores lugares en las listas electorales. En esa lucha se recurre en ocasiones a amiguismos, a trampas, a manipulaciones en las así llamadas «primarias», y otras argucias orientadas al triunfo «de los míos».
En las votaciones de la gente no falta el peligro de fraudes, «pucherazos», invención de votos fantasmas, supresión de votos válidos contrarios a los intereses de algunos. El sistema de control en las mesas electorales no es garantía suficiente para evitar este tipo de peligros y de engaños.
Junto a esos males, muy visibles en algunos sistemas democráticos, hay uno mucho más profundo y grave: suponer que no existan principios básicos fundamentales que sirvan como punto de referencia para la vida social, y que permitan distinguir objetivamente entre propuestas buenas y propuestas malas.
¿Por qué ese sería un mal tan grave? Porque lleva a pensar que un gobierno o parlamento no tiene más límite que el de los votos. Es decir, porque supone que los triunfadores en las elecciones no estarían obligados a respetar los derechos fundamentales de los miembros de la sociedad.
De ahí surge otros males que constatamos continuamente en sistemas democráticos que rechazan esos derechos fundamentales, por ejemplo, cualquier se aprueban leyes y programas de gobierno que permiten la muerte de inocentes (como ocurre cuando se aprueba el aborto); o cuando se implementan normas laborales inicuas.
Las democracias, como todo lo humano, necesitan ser curadas de las tentaciones y de los pecados que pueden herirlas gravemente. Y la mejor curación es la que cambia las mentes y los corazones de quienes están llamados a la vida pública.
Solo desde políticos honestos, amantes de la justicia y la verdad, dispuestos a perder su cargo con tal de defender el bien común, será posible evitar los males en esos sistemas políticos y permitir que sirvan, realmente, a la promoción de la concordia, la paz y la armonía entre las personas y los pueblos.