Por P. Fernando Pascual
En diversos lugares saltan las alarmas cuando grupos y partidos considerados como populistas empiezan a recibir votos y más votos, sobre todo si un día consiguen entrar en los parlamentos de modo más o menos relevante.
Tales alarmas suponen, primero, la idea de que el populismo sería un daño para la vida social. Lo cual, hay que decirlo, significa admitir que entre las propuestas políticas algunas son buenas y otras son malas.
Segundo, tales alarmas, quizá de un modo no plenamente consciente, señalan un punto débil que afecta a los sistemas democráticos: su incapacidad de impedir que los populistas (y cualquier propuesta considerada como dañina) lleguen al poder.
Además, las alarmas ante el populismo están unidas, a veces de modo implícito, al miedo que tienen los grupos políticos «dominantes» y «tradicionales» de perder el control de la vida pública.
Es importante subrayar que algunas críticas y reacciones ante el auge de grupos populistas están unidas a propuestas que necesitan ser analizadas a fondo: las que buscan caminos para que malas propuestas, como las populistas, no lleguen a ocupar espacios decisionales en la vida pública.
¿Por qué habría que analizar a fondo tales propuestas? Porque significan superar el relativismo radical que algunos defienden. Según ese relativismo, toda propuesta sería vista como apta para entrar en el debate público y podría incluso tener un espacio en el parlamento si consigue los votos necesarios.
En realidad, existen constituciones y leyes que impiden a ciertos grupos el acceso a las elecciones. Por ejemplo, cuando las normas vigentes impiden la legalización de partidos promotores del racismo o de otras ideologías agresivas.
Pero esas leyes son insuficientes y parciales cuando permiten a otros partidos defender ideas y programas que dañan gravemente la convivencia y que van contra derechos fundamentales de los seres humanos.
Por eso resulta sorprendente que algunos críticos del populismo deseen marginar, incluso prohibir, a ciertos partidos políticos, mientras aceptan, o incluso defienden, a otros partidos políticos que promueven ideas y programas a favor del aborto o la eutanasia.
Si de verdad uno quiere defender un sistema democrático basado en el principio de justicia y en la búsqueda de la tutela de los derechos de todos, sin exclusiones, debe ir en contra de cualquier forma de populismo dañino, y en contra de cualquier grupo que defienda el «derecho» de la muerte de los hijos antes de nacer.
No hay democracia sana cuando se legaliza a grupos políticos que defienden ideas como el racismo, el aborto o la eutanasia. Al revés, la democracia es sana cuando garantiza, eficazmente, la vida y los derechos fundamentales de todos.