Por Mario De Gasperìn Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Es conocida la anécdota de aquel automovilista que, enloquecido, conducía a toda velocidad en sentido contrario.

La advertencia policíaca de que un loco iba manejando equivocado, la atribuyó a todos los de enfrente, quienes pasaron a ocupar su lugar en el manicomio de su cabeza. O si escuchamos al poeta y cantor proclamar que «no hay camino, sino que se hace camino al andar», vemos que, en ambos casos, se trata de un viaje, de un destino y de un camino por donde se corre el riesgo de un desastre descomunal o de un esfuerzo sobrehumano para quitar maleza, abrir brecha y, al final, correr el riesgo de no llegar por impotencia o por equivocación del rumbo. En la vida nos acosa siempre el peligro de equivocar la meta final. El fracaso total.

¿Quién, pues, puede dar sentido correcto a nuestra vida y llevar a feliz término nuestro peregrinar? La tradición inmemorial de la humanidad ha llamado a este destino final con el nombre de Dios. Se impone, por tanto, la pregunta: ¿Qué queremos decir cuando decimos «Dios»? ¿Quién es? ¿Cómo es? ¿Cómo me relaciono con él? Estas son cuestiones quemantes que todos llevamos dentro. En la historia de las religiones encontramos muchos nombres y títulos que se le han dado y atribuido. La misma Biblia lo llama el Dios de la montaña, el Altísimo, el Señor de los ejércitos; después pasará a ser el Dios de las personas: de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Israel. Debemos comprender que se trata de expresiones descriptivas y aproximaciones imperfectas, heredadas de culturas ancestrales diversas, que originaron las grandes religiones de la humanidad.

Pero una cosa es obvia, comprensible a todo ser pensante: Que sólo Dios es Dios. Que Dios es como es, y no como lo imaginamos. Aquí la imaginación y el sentimiento nos suelen traicionar. Por tanto, sólo sabremos quién y cómo es Dios si se nos manifiesta; si él mismo nos dice quién y cómo es.

En las diversas culturas tenemos aproximaciones respetables, pero imperfectas y a veces groseras, como cuando le atribuimos la guerra, los sacrificios humanos, la discriminación racial o el patrocinio de los vicios y de la muerte.

Aquí ya podemos preguntarnos: ¿Qué nos dice nuestra fe católica sobre Dios? ¿Cómo es el Dios cristiano? ¿Cómo nos lo presentó Jesucristo? Porque lo que nos trajo Jesucristo fue el conocimiento del Dios verdadero, y el evangelio nos dice que la vida eterna, la meta feliz, consiste en conocer al único Dios verdadero y a Jesucristo, su enviado. ¿Cómo es ese Dios que envió a Jesucristo? Jesucristo mismo le llamó: Padre, mi Padre. Jesús hablaba del Padre del cielo a quien nos dijo que también le llamáramos «padre nuestro», y hasta nos dibujó su perfil en la parábola del Padre Misericordioso con el hijo pródigo. Cuando el apóstol Felipe quería ver al Padre, Jesús le respondió que verlo a Él era ver al Padre. Nuestro Dios es el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Y Padre nuestro.

Quien quiere conocer al Dios para encontrar el camino correcto en su vida, tiene a su disposición a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Lo encuentra donde Él dijo estar: en su palabra, el evangelio y en su santa Iglesia. La predicación, la catequesis y la enseñanza que ofrece la Iglesia, debe cuidar su lenguaje sobre Dios, como advierte el Catecismo: «Es necesario purificar continuamente nuestro lenguaje de todo lo que tiene de fantasioso e imperfecto, sabiendo bien que nunca podrá expresar plenamente el infinito misterio de Dios» (Compendio, 5).

Publicado en la edición impresa de El Observador del 30 de junio de 2019 No.1251

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