Por P. Fernando Pascual
De vez en cuando aparecen textos o se escuchan conferencias que critican las actitudes de superioridad, al mismo tiempo que invitan a estar con los otros en una disposición de igualdad y de apertura hacia «lo diferente».
Entre quienes defienden estas ideas, algunos explican que las imposiciones son dañinas, que los complejos de superioridad impiden comprender al otro, que las condenas y los anatemas no sirven para el encuentro con el diverso.
Estas ideas son sugestivas, pero encierran una pequeña paradoja. Por un lado, muestran lo dañino que significa creerse superiores por defender una idea y condenar a otros. Por otro, condenan a quienes se creen superiores…
Ahí surge la paradoja: al defender que las imposiciones serían malas, se busca «imponer» la idea de que lo mejor es dejar a un lado las imposiciones y vivir de otra manera.
En realidad, al defender cualquier idea, también al declarar que las imposiciones serían malas, se incurre en aquello que se supone como «negativo»: nadie defiende que una cosa sea mala si no está convencido de que hay que erradicarla.
Desde luego, los modos con los cuales uno critica ciertas ideas y defiende las propias pueden ser mejores o peores. Serán buenos cuando propician un sano diálogo. Serán malos si se usa violencia para acallar a quienes sostienen ideas diferentes de las propias cuando tales ideas pueden defenderse legítimamente en un debate.
Afirmar, como se escucha de vez en cuando, que los que creen tener razón son peligrosos, no solo es erróneo, sino contradictorio. Porque al criticar a los convencidos de una idea como si fueran «impositivos» o «intolerantes» se incurre en un deseo antiimpositivo que es, en el fondo, una imposición.
Es bueno recordar que quienes defienden una idea y están convencidos de la misma no incurren automáticamente en una imposición negativa. Simplemente tienen la honestidad de manifestar las propias convicciones, lo cual es muy positivo en cualquier diálogo bien llevado.
Para evitar imposiciones antiimpositivas, lo mejor es abrirse a quienes defienden otras ideas y lo saben hacer correctamente, pues de este modo actúan con sinceridad.
Si, además, esas personas tienen la convicción de que una idea defendida educadamente puede ayudar a otros a evaluarla, a acogerla o rechazarla desde una mente crítica, serán buenos compañeros de camino en ese deseo tan humano de encontrar lo verdadero, venga de donde venga.