Por Jaime Septién

He estado leyendo las diez cartas que cruzó de 1896 a 1897 (año de su muerte) «la más grande santa de los tiempos modernos», Teresa de Lisieux, con el «padre blanco» Maurice Bellière. Una idea central las recorre: la confianza en la infinita misericordia de Dios. Es el «caminito» espiritual: hacernos como niños para entrar al reino de los cielos…

Adelanto una hipótesis: la parroquia es la casa de nuestra infancia espiritual. Volver a la parroquia es como volver al hogar. De ahí nace el «caminito» que debemos tomar, curiosamente, hacia atrás. La idea del «progreso» como una flecha tirada hacia el infinito –idea que defiende el sistema económico liberal— nada tiene que ver con el progreso en la fe: éste va hacia lo esencial: hacia la niñez de cada uno, cuando ir a la parroquia era una fiesta.

El poeta y Premio Nobel de Literatura (1960) Saint-John Perse preguntaba con irónica ternura: «Salvo la infancia, ¿qué había entonces que ya no hay?». Lo que «había» era una patria, una madre acogedora, un sentido inmenso de dejarse llevar por la seguridad de que hay «alguien» (no «algo») que vela por mí y que tiene en mí puestos sus ojos de amor.

«La pequeña Teresa», como le llamaban sus hermanas del Carmelo, reflejó en sus cartas a Maurice Bellière ese territorio que representa la parroquia como extensión del hogar materno. Caminar hacia atrás (no de espalda, de frente) es como volver al regazo. Redescubrir la parroquia, su belleza, su verdad. Salvar el alma.

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Publicado en la edición impresa de El Observador del 18 de agosto de 2019 No.1258

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