Por P. Nicolás Schwizer
Dios quiere la salvación. En definitiva, el hombre también la quiere. Pero en su libertad, va a buscarla por falsos caminos.
Todo hombre es un buscador de felicidad, de verdad, de vida. Y todo ello lo quiere sin límites ni medida, en dimensión de eternidad. Nadie quiere, de por sí, la infelicidad, la imperfección, las tinieblas y la falsedad.
¿Cómo es, entonces, que son tantos los que prefieren las tinieblas a la luz, la muerte a la vida? Es porque Dios ama al hombre y por eso no le coacciona en su libertad. Y resulta que el hombre no mide las cosas y sucesos “desde Dios”, sino desde su pequeñez y limitación. Por eso toma por bien para él, lo que es su mal; prefiere a la verdad de Dios, su verdad propia que es engañosa y con frecuencia mentira. Le sucede aquello que dice san Pablo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”.
Hay una realidad que no debemos perder de vista: nuestra libertad no es absoluta, sino condicionada. ¿Qué significa tal afirmación? Significa que no somos libres “para hacer cuanto se nos antoje”, sino para hacer lo que corresponde a nuestra naturaleza humana. Ésta procede de Dios, quien nos creó. No estamos libres de ese condicionamiento fundamental. Nadie de nosotros eligió vivir o no vivir. Tampoco fuimos preguntados si queríamos nacer varón o mujer, en tal o cual familia o nación.
Además, nuestros derechos terminan donde comienzan los de los demás. Mi justicia no puede ser ilimitada, así tampoco mi verdad. Si admitimos esa verdad básica en nuestra vida, ya estamos de hecho reconociendo el primero y más fundamental de los mandamientos: Reconocer a Dios como suprema norma, verdad y luz, para nuestra realidad humana.
Así tenemos la postura básica de una creatura. Es la apertura humilde que nos hace preguntar en cada caso: “¿Señor, qué quieres que haga?”
Significa aceptar que somos muy limitados, prontos a tomar por justicia lo que satisface al egoísmo; por verdad, lo que conviene a los caprichos; por luz, lo que no es sino la mezquindad de nuestro orgullo. Así, auto engañados, nos apartamos de Dios y nuestras obras se tornan malas: “preferimos las tinieblas a la luz, porque nuestras obras son malas”.
Exigencias de la fe. Por el contrario, quien desde su pequeñez y dependencia, admitidas y reconocidas, se vuelve a Dios, será iluminado por la fe: “alcanzará la Vida Eterna”.
Pero a la fe pertenecen dos elementos: Uno es la gracia, el amor de Dios que salva, que para salvarnos llegó hasta el exceso de darnos a su único Hijo. El otro elemento es nuestra correspondencia y colaboración.
Así como el amor de Dios se hizo visible y palpable en Jesús, en Él también se hizo clara la exigencia de la auténtica fe. Cristo nos enseñó que no basta decir “yo creo”. “No el que dice Señor, Señor, se salva, sino el que cumple de voluntad de Dios”.
La fe personal vivida cada día. Evangelio o infidelidad. Evangelio o ateísmo son realidades de nuestra existencia. Nuestra es la elección. Nosotros debemos hacer que Dios esté en ella como Jesús Salvador, o como Juez condenador. Nuestra aceptación de Dios debe ser concreta y real y manifestarse en la vida cotidiana. No seamos de los que caen bajo la exclusión de Cristo porque se contentan con decir “Señor, señor”, sino de los que son creyentes en su vida diaria, parque cumplen le voluntad de Dios.
Ello exige la superación del mezquino egoísmo, para abrirse a Dios con la sincera pregunta: “Señor, ¿qué quieres que haga?”. Vivir es pasar de una opción a otra, de un acto a otro, y en cada caso debemos decidirnos en dependencia de Dios. Debemos mirar a Cristo como modelo y ejemplo de una auténtica conducta cristiana y evangélica. Eso es lo que el Evangelio señala cuando nos invita a “caminar en la Verdad”, en busca de la Luz. Cada uno de nosotros debe reflejar esa Luz en su vida, para que los hombres vean en nosotros a Dios, lo reconozcan, lo amen y se salven.