No importa lo sucio que estés, la misericordia de Dios es más grande y puede limpiar los pecados más rojos

Por Modesto Lule MSP

Terminaba la Misa de 12 del día. Firmaba las boletas de asistencia de los niños que habían participado en la celebración. Me habían pedido que bendijera un auto que estaba en el estacionamiento. El papá de Sebastián estaba ahí en la sacristía y me dijo que su hijo quería algo.

Pregunté qué era lo que necesitaba, me dijo que se quería confesar. La cuestión es que Sebastián tenía 7 años y todavía no hacía su primera comunión. Le miré como se respaldaba con su papá mientras esperaba mi respuesta.

Le dije que tenía que bendecir un auto y que después le atendería si me esperaba unos minutos. Me dijo que sí se esperaba, así que salí a buscar el automóvil para bendecirlo. Cuando terminé regresé a la sacristía y ahí estaba Sebastián con su papá. No era la primera vez que me pedía eso de confesarse. Yo sé que eso no cuenta como sacramento, pero si como confesión en el sentido estricto de que me confiesa algunas cosas que ha hecho y de las cuales se siente arrepentido.

Cuando terminó de decirme aquellas cosas le sugerí que corrigiera su forma de actuar y que ya no volviera a cometer los mismos errores. Le recomendé que hiciera oración para recibir la luz de Dios y caminar por los senderos de la verdad.

La inocencia y el deseo de estar bien con Dios y con los demás le hacía a este niño de 7 años buscar el sacramento que sabe le limpia y purifica de sus pecados. Ha reflexionado la vida de oración y sacramental y esto como resultado de un esfuerzo que hace su familia día con día.

Experimentar la misericordia de Dios

Un día me pidieron que fuera a un hospital a confesar a una persona de más de 60 años. Cuando le pregunté desde hacía cuánto no se confesaba me respondió que desde que se había casado. Yo me sorprendí pues me imaginé la cantidad de pecados que ya había acumulado. Cuando le dije que me dijera sus pecados me dijo que no tenía ninguno. Mi sorpresa y asombro creció más.

Le dije que eso no era posible y que sí debía tener pecados, pero que como tal no los reconocía. Hicimos después un recorrido por los pecados capitales y los 10 mandamientos y aceptó que en realidad sí tenía pecados pero lo hizo de una forma no tan convencida. Así caminan muchos en la Iglesia y a lo mejor yo también caminé por los mismos senderos. Pero un día llegó la luz y pude ver mis muchos pecados y acudí a confesarme después de muchos años.

Aún recuerdo esa tarde de viernes en aquella iglesia cuando entré al confesionario y dije toda mi lista de pecados. El sacerdote solamente me dijo que yo estaba muy mal de mi cabeza y que lo que necesitaba era un psicólogo. Le pregunté que si no me iba a dar la absolución y me dijo que primero fuera con el doctor de la mente y después regresara. Yo entendía que los pecados eran grandes y que necesitaba ayuda, pero la ayuda más urgente que pedía mi alma era la confesión y ese sacerdote no me había querido auxiliar. Esperé hasta el siguiente viernes y acudí a la misma iglesia esperando que ahora se presentara otro sacerdote a confesar y providencialmente apareció el otro sacerdote.

Confesé la misma lista de pecados y al final pude escuchar estas palabras: «Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Vete en paz y no vuelvas a pecar». Mi alma estaba libre de aquella carga que me atormentaba. La misericordia se había manifestado y la paz se había instalado en mí ser. Esa noche salí de aquel lugar con la sensación de ligereza y pude incluso sentir otro aire en mi ser.

No importa lo sucio que estés, la misericordia de Dios es más grande y puede limpiar los pecados más rojos. Basta con que reconozcas tus errores y le pidas a Dios que te ayude a analizar todas tus faltas para proponerte no volver a cometer esos pecados y confesarlos a corazón abierto dejando a un lado esa vergüenza que muchas veces nos impide purificar el alma.

Sebastián tenía ese deseo de limpiar su alma por su cercanía con Dios. Tú y yo podemos hacer que ese mismo deseo se prenda en nuestro interior en la medida que dejemos que la luz de Dios entre a nuestro ser.

Hasta la próxima.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 29 de septiembre de 2019 No.1264

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