Por Tomás de Híjar Ornelas
“Lo que me falta es compasión, perdón y piedad, no raciocinio” Uma Thurman
La Carta apostólica «El hermoso signo del pesebre», apenas publicada por el Papa Francisco, es una invitación muy amplia para recuperar, más allá de lo pintoresco, el «significado y el valor» de una instalación figurativa que en México denominamos «nacimiento» y fuera de aquí, «belén».
A despecho del mercantilismo voraz que nos asfixia, el «nacimiento» enfatiza «la humildad de Aquel que se ha hecho hombre» para que «nosotros podamos unirnos a Él»; de allí la importancia de que tanto en los hogares como «en las escuelas, en los hospitales, en las cárceles, en las plazas», los «nacimientos», mucho más que un «ejercicio de fantasía creativa», sean la evidencia de la ternura del Creador del universo, que «se abaja a nuestra pequeñez».
Para que lo llamativo y vistoso no empañe su esencia, el «nacimiento» ha de ser una «invitación a sentir, a tocar la pobreza que el Hijo de Dios eligió para sí mismo en su Encarnación»; un camino de humildad, pobreza y despojo, «que desde la gruta de Belén» conduce «hasta la Cruz»; una forma de encontrar y servir con misericordia a Jesús en los hermanos más necesitados.
Según Francisco, los elementos intrínsecos a todo «nacimiento» son:
[E]l cielo estrellado en la oscuridad y el silencio de la noche, ámbito en el que emergen «las preguntas decisivas sobre el sentido de nuestra existencia: ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Por qué nací en este momento? ¿Por qué amo? ¿Por qué sufro? ¿Por qué moriré?». Para responder a las cuales Dios no sólo se hizo hombre sino también consuelo a favor de los que «atraviesan las tinieblas del sufrimiento».
El portal de Belén en ruinas, «signo visible de la humanidad caída, de todo lo que está en ruinas, que está corrompido y deprimido». Atendiendo a ello, Jesús «ha venido a sanar y reconstruir, a devolverle a nuestra vida y al mundo su esplendor original».
Los elementos de la naturaleza (montañas, riachuelos y ganado), nexo primordial de la humanidad con la tierra y sus frutos.
Los pastores, «primeros testigos de lo esencial», pues gracias a formar parte del núcleo de «los más humildes y los más pobres», pueden «reconocer la presencia de Dios» en un niño que «nació pobre» y ya adulto «llevó una vida sencilla para enseñarnos a comprender lo esencial y a vivir de ello».
María, José y el Niño, esto es, la Madre «que contempla a su hijo y lo muestra a cuantos vienen a visitarlo»; el custodio «que nunca se cansa de proteger a su familia» y el infante que en «la debilidad y en la fragilidad esconde su poder que todo lo crea y transforma» y nos pone ante el gran misterio de la Vida que se hizo visible para mostrarnos «nuestra vida injertada en la de Dios».
Los Reyes Magos con sus dones y la estrella, evocación de «la responsabilidad que cada cristiano tiene de ser evangelizador», o sea, «portador de la Buena Noticia».
El «nacimiento» «habla del amor de Dios» «que se ha hecho niño para decirnos lo cerca que está de todo ser humano, cualquiera que sea su condición», pues por Él, somos «todos hijos y hermanos» y «en esto está la felicidad».
Al nacer en el pesebre, Dios inicia «la revolución del amor, la revolución de la ternura», compartiendo «con los últimos el camino hacia un mundo más humano y fraterno», en el cual nadie jamás será excluido o marginado.
La divisa de todo creyente, concluye, ha de consistir en decir «no» a «la riqueza» mundana y a su cauda extensa de «propuestas efímeras de felicidad».
Publicado en la edición impresa de El Observador del 22 de diciembre de 2019 No.1276