El Bautismo es el sacramento fundamental. Ese día en que fuimos bautizados, hemos iniciado una historia de amor con Cristo. Pero esta historia a lo largo de nuestra vida, se ha llenado de repetidas infidelidades. Cada vez que pecamos, le estamos robando a Dios algo del amor que Él nos pide, y lo entregamos a un rival suyo, a un ídolo, que puede ser el dinero, nuestra sensualidad o nuestro orgullo.
Ya el pueblo de Israel sufría bajo el peso de sus infidelidades – igual que nosotros. Y entonces Dios le promete que un día dará fuerza a los suyos y los convertirá en pueblo fiel.
Esa fuerza la trajo Cristo y la entrega a la Iglesia por medio del sacramento de la reconciliación. Por este sacramento, el Señor se acerca a nosotros y nos regala el espíritu de misericordia, de perdón y de reconciliación. Es la fuerza que hace posible nuestra conversión y una fidelidad renovada.
Frente a Dios, todos hemos sido infieles: hijos pródigos que hemos huido de la casa paterna, buscando ser más felices por nuestros propios caminos. Pero Cristo no ha venido a condenarnos, sino a salvarnos. Él no busca a los buenos y a los santos, sino a los pecadores y a los enfermos. Porque son estos los que necesitan un médico que los cure, una mano que los levante.
Dios doblega nuestra falta de amor con más amor: triunfa sobre nuestras infidelidades con misericordia. Esto lo sintió le mujer adultera que Jesús perdonó con tanta bondad. O el hijo pródigo, que en lugar de un rostro airado, encuentra esperándolo a un padre de brazos abiertos que se dispone a celebrar con una fiesta su retorno.
A nosotros no nos resulta difícil comprender que Dios ame a los humildes, a los pobres y a los débiles. Pero nos cuesta creer que Él ame también la pequeñez o debilidad culpable de los pecadores. Por eso, cuando sentimos el peso de la culpa en nuestra conciencia, tendemos frecuentemente a huir de Dios para escondernos.
Y nos preguntamos: ¿por qué permite Dios el pecado?
Y entonces San Pablo nos da la respuesta: “Dios permitió que en el mundo abundara el pecado para hacer sobreabundar su misericordia”. Porque el amor alcanza su cumbre en la misericordia, y con nada compromete más nuestra fidelidad futura que con un perdón inmerecido. Por eso permite Dios que pequemos: para poder perdonarnos, y convencernos así de la grandeza infinita de su amor.
La Sma. Virgen como nadie, supo alegrarse ante la capacidad de misericordia y de perdón que Dios había demostrado frente a Ella. Porque sabía que si era sin pecado, no lo era por mérito propio, sino porque Dios, por pura misericordia, la había perdonado anticipadamente.
María se sentía “recogida” aún antes de tropezar, “levantada” antes de haber caído, “inmunizada” aún antes de cualquier posibilidad de contagio. Por eso, se consideraba la creatura más plenamente perdonada y redimida.
La Virgen experimentó como nadie la alegría de recibir perdón, y el gozo infinito que Dios mismo siente al darlo. Por eso, nadie mejor que Ella, la humilde esclava del Señor, para enseñarnos le alegría de reconocer nuestra pequeñez y fragilidad. Nadie mejor que Ella, nuestra Madre, para hacernos comprender el sentido del sacramento de la reconciliación.
María es capaz de liberarnos de todo temor que pudiéramos sentir al acercarnos al confesionario. Nos ayuda a descubrir que el sacerdote que nos espera no es el representante de un Dios-juez, sino del Buen Pastor, y del Padre que espera con sus brazos abiertos al hijo pródigo.
El sacramento de la confesión es un sacramento de liberación y de reconciliación, el sacramento del reencuentro y de la alegría. María nos invita a reconocer nuestra pequeñez y a abrirnos al perdón de Dios.
Y Ella quiere que demos testimonio de esa misericordia divina que hemos recibido, que sepamos perdonar también nosotros a quienes nos han ofendido. Nos pide vencer el mal con el bien, superar el odio, el rencor o al deseo de venganza, con el perdón y le reconciliación.