Por Jaime Septién
La reciente carta del Papa Francisco sobre el pesebre de Belén habla –«con sencillez y alegría»— del hecho que cambió la historia de los hombres: el nacimiento del Hijo de Dios, encarnado en el vientre de María Inmaculada.
Nos pide que volvamos a la tradición del nacimiento puesto en familia. Que recordemos la ilusión de los días previos a Navidad, y que la trasmitamos a nuestros hijos; a nuestros nietos. Es la mejor forma de ir contra la corriente del consumo que afea notablemente esta celebración.
¿Que la hemos hecho al revés, como si fuera una práctica pesada, triste, ausente de otro sentido excepto el de comprar? Culpa nuestra. El origen franciscano del pesebre es una invitación a «tocar» el misterio del nacimiento de Jesús, a «tocar” la pobreza del Hijo de Dios. Y con ello, “tocar» la pobreza de nuestros hermanos los hombres.
Ese silencio de la noche estrellada; la intuición de los pastores frente al anuncio de los ángeles, son milagros de la belleza y la verdad de nuestra fe. No el rebuscamiento con que algunos quieren revestirla. En el nacimiento hay un niño, un padre y una madre, los animales del campo y la limpia noche que los acoge.
«El belén nos hace ver, nos hace tocar este acontecimiento único y extraordinario que ha cambiado el curso de la historia, y a partir del cual también se ordena la numeración de los años, antes y después del nacimiento de Cristo». Es una enseñanza clarísima a los seres humanos: lo mejor, lo más grande, lo más bello es lo más sencillo. Como el amor.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 8 de diciembre de 2019 No.1274