Por Tomás de Híjar Ornelas
“El mundo es mi problema” Brisa Fenoy
Franca Giansoldati acaba de publicar un libro muy cercano a la sensibilidad de muchas personas en nuestros días: El alfabeto verde del Papa Francisco. Salvar la tierra y vivir felices.
La también calificada como «vaticanista» obtuvo, en prenda de la calidad de los contenidos de su compilación, que la nota introductoria la hiciera nada menos que el propio Obispo de Roma, en la cual afirma, directo, como es su estilo, que «Para salvar la Casa Común necesitamos una revolución desde abajo».
Si Francisco no fuera jesuita, argentino y un habitante el planeta tierra en el siglo XXI de la era cristiana, una frase como esta hubiera sido impensable desde su investidura. Para fortuna suya y de todos los habitantes de este planeta, sí lo es y lo que será, sin duda, el legado supremo de su gestión y magisterio nos involucra a todos los tripulantes del planeta Tierra en el mismo propósito, el de convertirnos en gestores y protagonistas de nuestra historia personal y de nuestra participación activa en la transformación del tiempo que nos ha tocado vivir.
Dicho lo anterior, nos escalda menos, en el texto del Papa apenas aludido, que nos espete con una afirmación que de otra forma parecería catastrofista: «La familia humana en su conjunto está en peligro y ya no es el momento de esperar o posponer. La crisis ecológica, especialmente el cambio climático, no es una exageración o una fantasía de alguien que disfruta de la desestabilización. Los análisis científicos han sido ignorados durante demasiado tiempo, juzgados con cierto desprecio e incluso a veces con ironía».
Sin embargo, que el timonel de la nave de Pedro lo diga, implica que los tripulantes de ella hagamos lo que nos toca desde tres directrices, todas ellas emanadas del Evangelio y consecuentes con el misterio de la Encarnación: basta ya de confiar más en la libertad humana a secas, sólo el pensamiento crítico nos hace libres y vivir con lo justo para sostener con dignidad la vida propia y la de los que dependen temporalmente de nosotros ganándonos el pan con el sudor de la frente.
En efecto, el tiempo de Adviento nos dispone a actualizar el misterio del Verbo Encarnado desde una premisa suprema: que si lo inabarcable se humilla hasta convertirse en lo más frágil y vulnerable, una chispa de vida en las entrañas maternas al inicio de su gestación, es para impulsar lo que allí se gesta a una red de vínculos donde la historia y el presente construyen el futuro desde una aspiración suprema de identidad con la conciencia de sólo ser miembros conscientes de nuestra función social, esto es, partes de un tejido que tiene un principio y un fin idénticos: la voluntad de un Padre común que en el tiempo nos ofrece la posibilidad de formar parte de su familia por toda la eternidad.
Para que ello sea así, el individualismo debe negociar con la responsabilidad comunitaria, de modo que no prevalezca lo mío por encima del otro, toda vez que la mezcla no alcanzará su punto de fusión mientras no se vuelva «nosotros», que es como decir que nadie ha de tener más de lo que necesita ni carecer de lo mínimo para sostener su dignidad a salvo.
Sensible a ello, el Papa, a decir de Franca Giansoldati, «ha hablado muchas veces de la emergencia ambiental y de lo necesario que es para todos, especialmente para los cristianos, cambiar el propio estilo de vida».
Así las cosas, la Navidad cristiana no puede más seguir cautiva del consumismo predador, y sí consecuente con la dádiva absoluta que abre a los excluidos un protagonismo insólito: el de ser la causa de que Dios se haga carne para que la humanidad alcance la tesitura divina. Eso, sin duda, es una revolución desde abajo.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 15 de diciembre de 2019 No.1275