Por P. Fernando Pascual
Algunos piensan que tener una u otra religión es simplemente cuestión de gustos, de sensibilidades, de condicionamientos familiares y culturales. Según estas personas, no tiene gran importancia la pregunta sobre la verdad respecto de cada religión concreta.
En cambio, para cualquier ser humano que desee tomar seriamente sus decisiones, también en lo que se refiere a la religión, solo tiene sentido adherirse a una u otra religión concreta si lo hacemos porque pensamos que sería más verdadera que las demás.
La opción auténtica, genuina, por el cristianismo, se construye desde ese deseo tan radical propio de todo ser humano: el deseo por la verdad.
Aceptar el cristianismo supone, según la teología católica, un don por parte de Dios. Pero ese don no va contra el amor hacia la verdad, sino que ancla precisamente en ese amor y lo lleva a un resultado muy concreto.
El don de Dios lleva al creyente a reconocer como verdades los dogmas que constituyen el núcleo del cristianismo y que están expresadas en el Credo.
Por eso, un cristiano acepta como verdad que Dios existe, que es Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo), que el Hijo se encarnó para salvarnos en el seno de la Virgen María, que murió y resucitó, que está a la derecha del Padre.
Todos y cada uno de los dogmas católicos tienen sentido como ofrecimiento a la mente y al corazón de cada ser humano que busca la verdad. Luego, cada uno puede dar el paso de la fe (creo, creemos) y llegar al sí ante lo ofrecido.
En ese sí se incluye la certeza de que lo que enseña la Iglesia católica en su camino de fidelidad a Cristo y de escucha al Espíritu Santo es verdad. Una verdad que da alegría, que orienta, que permite descubrir el sentido de todo.
Cada día, cuando nos reconocemos como parte una comunidad de creyentes, hacemos una opción genuina por Cristo en la Iglesia, desde el don de Dios (gracia) que ilumina y da fuerzas al corazón que ha encontrado y acogido la verdad.