Por Diana R. García Bayardo

Había una vez un hombre que no le hallaba un sentido profundo a la existencia, así que salió a preguntar a otros en su pueblo. Se topó con un comerciante:

— ¿Para qué vendes?
— ¡Pues para ganar dinero!
— ¿Y para qué lo quieres?
— ¡Para vivir, claro!
— ¿Y para qué quieres vivir? ¿Para qué sirve la vida?
El comerciante no supo qué contestar.

El hombre hizo preguntas semejantes a otras personas, pero nadie supo responderle a fondo qué era lo importante de estar vivo. Triste, caminó a las afueras del pueblo, y ahí vio a una niña cortando flores silvestres. Y le preguntó:

— ¿Para qué cortas esas flores?
— Para llevárselas a la Virgen María en su capilla.
— ¿Y para qué se las llevas?
— Para que, cuando yo me muera, Ella me lleve al Cielo.
Aquella pequeña sí que sabía cuál es la verdadera meta de la existencia humana.

GANAR EL CIELO

Jesús advierte: «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (Mateo 16, 26). En palabras de un colaborador ya fallecido de El Observador, Walter Turnbull:

«Andamos los hombres por el mundo sin acordarnos de Dios y regodeándonos en efímeras conquistas (en el deporte, en los negocios, en el ligue…) o agitados por espejismos de felicidad inalcanzables o, en el mejor de los casos, afligidos por problemas que finalmente van a pasar, cuando sólo una cosa es la que importa y para eso hemos sido puestos en este mundo: para ganar el Cielo».

La vida del más allá

Escribe san Pablo: «Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!» (I Corintios 15, 19).

A san Pablo le fue mostrado un atisbo del Cielo, y esto es lo único que pudo decir de la felicidad eterna, ya que no existen palabras humanas que la puedan explicar satisfactoriamente: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (I Corintios 2, 9).

SAN PEDRO Y LA GLORIA

Otros que experimentaron en vida un asomo de la gloria celestial fueron san Pedro, Santiago y san Juan, cuando acompañaron a Jesucristo al monte Tabor y el Señor «se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17, 2), y se aparecieron Moisés y Elías.

Los tres Apóstoles debieron estar en éxtasis e inmersos en una felicidad incontenible, la cual expresó san Pedro con estas palabras: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17, 4).

A veces se hace mucho énfasis en un Pedro egoísta y comodino que «no quería el compromiso de la Cruz»; que «no quería bajar al valle de la lucha, pues aceptaba fácilmente la Gloria, pero no el camino de la Gloria, que es trabajo y sufrimiento»; que «quería permanecer inmóvil, sin tener que seguir adelante»; etc.

En cambio, se suele olvidar que san Pedro estaba en presencia de Dios, contemplando su Gloria, y que eso es ya un anticipo del Cielo (cfr. Salmo 17, 15).

Ya nada le hacía falta, por eso habla de tres chozas, más ninguna para él mismo pues, teniendo el Cielo, ¿qué otra cosa podría ya anhelar sino que aquello continuara? Ya no había duda de que esa era la verdadera y única razón de la vida humana.

EL TRABAJO DIARIO

Por tanto, la meta de la Cuaresma es no solamente prepararse a vivir los misterios pascuales sino, en última instancia, ganar el Cielo: «Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación» (Filipenses 2, 12).

En resumen, en palabras de Walter Turnbull, «el Cielo no es todo, el Cielo es lo único».

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