por Felipe de Jesús García Velázquez
En los últimos días he visto al mundo en el que vivo ponerse de cabeza. Gente preocupada, gente cubriéndose las vías respiratorias, gente ocultándose en sus hogares.
Mi amado país se ha vuelto loco. Igual que mi mundo. Igual que mi familia. Igual que yo.
Desde que comenzó el año, todo ha sido caos y destrucción: que otra guerra mundial, que las mujeres exigiendo respeto y ahora un virus que destruye poco a poco la sociedad en la que vivimos.
En mis alrededores, todo se ha vuelto loco también: problemas en mi familia, presión escolar, un complicado discernimiento vocacional e ideas innecesariamente mencionadas.
No alcanzo a mantener toda la información a mi alrededor en mi mente, mucho menos comprenderla. Yo solo sé que algo debió salir muy mal para que todo se derrumbara.
El hombre se ha vuelto salvaje de nuevo. Ya, lo dije.
No estoy tomando en cuenta locas teorías conspirativas ni adivinanzas, mucho menos medios de entretenimiento manipuladores de la realidad.
El hombre, en su ceguera, se ha separado de su único Dios y Salvador, permitiéndole al malvado entrar en su corazón y en su alma para generar cada vez más odio en su propia especie.
La humanidad se ha separado de el “amor que no es amado”, y por consiguiente ha perdido su capacidad de amar, de sentir compasión y de poder tenderle la mano aquel que se encuentra en una situación desfavorable.
Pueblos levantándose contra otros, gente (que digo gente, ¡católicos!) culpando a la Iglesia por los males alrededor del globo, y personas atemorizadas por las pestes sociales y humanitarias que cada vez más invaden los hogares mundiales.
Lo más indignante: no puedo hacer nada. No puedo hacer nada por aquellos que se encuentran en el fondo, aquellos en los que nadie se fija, nuestros hermanos los pobres, desvalidos y agobiados por todos los terrores en el planeta.
No sólo los pobres económicos, sino todos aquellos que sufren de una profunda pobreza de corazón, con los cuales se me terminaría la vida si tratara de contarlos uno por uno.
El mundo entró a una etapa en que la humanidad está luchando contra la propia humanidad. Pero la esperanza no desaparece.
La expectativa de un mundo mejor se vuelve realidad cuando dejamos de excluirnos, pelear e insultar al prójimo, al que Dios nuestro señor puso próximo (en el respectivo sentido de la palabra) a nosotros.
Yo, como joven estudiante de 14 años, comienzo un tiempo de reflexión y cuidados, tanto por la creciente amenaza sanitaria como por el tiempo litúrgico que vivimos: la cuaresma, inculcadora de pensamientos arrepentidos hacia el perdón y la misericordia.
Creo y confío en que la esperanza perdurará mientras ese crucifijo en el que basamos nuestra salvación siga con los brazos abiertos no sólo para recibir nuestras admiraciones y arrepentimientos, sino además para recibir a todo aquel que desesperado ante las actuales situaciones requiera abrigarse en ese sagrado asilo que él nos tiene preparado, que es un sagrado corazón atravesado con una lanzada sólo por amor.
Pidamos por el día a día de nuestros obispos y orden eclesiástico; en especial para que proteja y guíe a nuestro administrador diocesano Don Mario De Gasperín y por el sumo pontífice, nuestro Papa Francisco. Tengamos presentes las medidas que la Iglesia nos sugiere para el cuidado de nuestra salud y de cada una de nuestras familias.
Confiando en Dios nuestro padre de amor y en que sólo él tiene la capacidad de terminar con esta nueva hecatombe caída sobre nuestro mundo, sólo me queda por decirles, amados fieles de nuestra Diócesis Queretana, que nos acojamos bajo el santo manto de Nuestra Señora, Generala y Madre del Pueblito para que ella, una vez más, se digne interceder por nuestro pueblo ante su santísimo hijo.
Como nos lo han recordado muchas veces: “Estamos viviendo la Cuaresma más dura de nuestras vidas; pero cuando todo esto pase, la Pascua será la más gloriosa que recuerdes”.