Por Miguel Aranguren
El sino del hombre es una mezcla entre debilidad y grandeza. La debilidad de sospechar que en cualquier momento las tornas pueden cambiar y, por ende, herir todas sus seguridades; la grandeza de sobreponerse en beneficio de aquellos que le rodean, empezando por los más cercanos.
Vivo en Madrid, uno de los epicentros del coronavirus. No lo cuento con afán de protagonismo: somos millones las personas que en muchos lugares del mundo estamos presas en nuestros hogares, ubicados en epicentros de la enfermedad y acosados por el temor de que este enemigo invisible nos haya infectado o haya infectado a los nuestros. Somos miles las personas que, además, tenemos seres queridos hospitalizados y en situación de gravísimo riesgo, y que apenas podemos recibir noticias de las colapsadas Unidades de Cuidados Intensivos. Y miles son también, por desgracia, las que lloran a sus muertos, con un redoblado dolor por no poder velarlos ni participar en su último adiós.
Ésa es nuestra debilidad, inesperada sin duda, en la que todo parece hundirse. La vida, por la que pasábamos de manera más o menos amable, pende de un hilo que se deshace ante nuestros ojos. Los planes que habíamos elaborado (laborales, familiares, de ocio…) se han quedado congelados o se han roto al tiempo que nos pesa la incertidumbre económica, porque no sabemos qué sucederá con nuestro puesto de trabajo ni con nuestros ahorros, en el caso de que los tengamos.
Sin embargo nos queda la grandeza, que en estos casos aflora en los hombres y mujeres nobles, propulsada por la necesidad ajena. La que reclaman los hijos cuando son pequeños: grandeza para que vivan esta cuarentena como un juego interminable, como unas vacaciones llegadas de improviso, también como una rutina escolar que, aunque no tiene patio ni amigos, los padres nos encargamos de decorar con pequeñas sorpresas que hacen más llevaderas las clases en streaming o los deberes que reciben a través del email.
La de la paz: grandeza de no dejar que entre el monstruo en casa, que no es el virus sino el miedo, el pánico que nos electrifica a los mayores, cargándonos de ansiedad y pensamientos oscuros porque somos incapaces de vivir el presente, de abandonarnos a la confianza en Dios. La de la generosidad: grandeza de tantas iniciativas para mantener la llama de la cercanía con quienes sufren en soledad el acoso de la epidemia, que roe los pasillos oscuros de la casa de unos abuelos, de una viuda o un viudo, de una persona mayor y soltera, incluso de una residencia de ancianos en donde las miradas se cruzan con el interrogante de quién será el siguiente al que se llevarán en ambulancia para no volver.
La de la responsabilidad: grandeza de los servidores públicos, sin olvidar a ninguno de ellos (el personal médico, los enfermeros y los auxiliares, los empleados de la limpieza, otros operarios que mantienen en funcionamiento los hospitales en los que se libran las batallas decisivas).
También aquellos que ponen en riesgo su salud por servirnos, los reponedores de los supermercados, las cajeras, la policía, los bomberos, los empleados de banca… y los gobernantes (claro que sí), incluso cuando se ven obligados a trabajar por imperativo legal. La de la entrega: grandeza de los sacerdotes que acompañan a sus feligreses, especialmente a los enfermos, y están decididos a administrar los sacramentos, aun a riesgo de su propia vida. La de la fe: grandeza de una humanidad que reza unida, que vive la Comunión de los Santos para que nadie se sienta olvidado, que pone su confianza en la misteriosa voluntad de Dios.
El coronavirus ha venido a recordarnos la fragilidad repentina del hombre. Frente al hedonismo, propio de este Occidente envejecido y desencantado, fábrica de leyes antinatura incapaces de consolarnos en la tragedia, sólo la grandeza desinteresada nos hace vislumbrar el final de la pesadilla.