Por Miguel Aranguren
No es fácil dar respuesta a la pregunta acerca de la razón de la pandemia. Nuestra inquisitoria busca una razón moral, un por qué y un para qué del manto de ceniza que ha caído sobre nuestras certezas ilustradas.
Recomiendo buscar, leer y conservar la homilía que, en la vacía catedral de San Pedro, predicó el padre Raniero Cantalamessa durante los Oficios del Viernes Santo, con el único auditorio de un Papa solo. Sus palabras están cuajadas de la sabiduría del pobre, es decir, de aquel que se presenta ante Dios sin una respuesta hecha, presto a escuchar. El predicador de la Casa Pontificia entra en las tripas del sufrimiento humano, al que sólo encuentra una razón -y está no del todo nítida, dado su carácter de Misterio- a la luz de la Cruz.
Cantalamessa habla de los dos lados del padecimiento: su origen y sus efectos. El origen siempre es turbio, repugnante incluso, pues nos habla de la saña que padecemos en distintos momentos de la vida a cuenta de las divisiones, las guerras, los enfrentamientos, las maledicencias, el odio, el fracaso… y, ahora, la pandemia. Pero si buscamos los efectos de la Cruz, del dolor, después de saborear el acíbar descubrimos que son infinitamente beneficiosos para aquel que espera en el Señor. El panorama que se nos abre con la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo nos deja asombrados, ya que Él llevó nuestras enfermedades y cargó nuestros dolores, confirmándonos que hemos sido creados para vivir, solo para vivir.
Dicen que la humanidad saldrá reforzada, que después de los abrazos -si es que nos dejan abrazarnos- reconstruiremos nuestras sociedades al son del Imagine de Lennon. ¿Ocurrirá? Lo dudo, por más que lo canten los emotivos vídeos que nos llegan por wasap, salvo que nos empeñemos a mantener los buenos propósitos con nuestra familia y amigos, salvo que los pastores no dejen de recordarnos los Novísimos, tan presentes estos días y tan denostados durante décadas.
La clave, dice Cantalamessa es renunciar a la omnipotencia en la que creía vivir el hombre occidental, culpable de nuestra sordera. Somos demasiados los cristianos que hacemos oídos sordos a la realidad incómoda de la muerte, de la propia muerte. Los que apenas podríamos decir nada del infierno, del purgatorio y del Cielo, a pesar de que son los tres estados en los que se culmina toda existencia. Y todavía somos más, muchos más, los que desconocemos que el hombre se condena o se salva en su totalidad, alma y cuerpo, que es el único modo en el que fuimos concebidos.
El conocimiento de las realidades que están más allá de la muerte no es una vuelta al oscurantismo (si es que alguna vez lo hubo más allá de la conciencia torcida de algún individuo) sino una apuesta por la alegría y la felicidad, pues encontrarse con la Cruz, también con la de esta peste, es resolver su por qué y su para qué.
Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 19 de abril de 2020 No.1293