Por Jaime Septién

El fin de semana pasado, mientras jugábamos al sol de la tarde, mi nieta Valentina (3 años) cortó una florecita azul de uno de los plumbagos que mi mujer ha plantado y me dijo, con el genio lingüístico de los niños: “Toma, abuelo, guárdatela para que nunca te desacuerdes de mí”. En otras palabras, para que luches contra el olvido y tengas en la memoria del corazón el instante.

La vida es una sucesión finita de instantes. San Agustín decía que si nadie le preguntaba qué es el tiempo, lo sabía, pero que si alguien se lo preguntaba, lo ignoraba. El tiempo es nuestro don maravilloso y no renovable. Y el vivido desde la intimidad, con la sencillez de los niños, es como un pedazo fugaz de la gloria. ¿Cuántos de nosotros hemos olvidado vivir la simplicidad de una florecita de plumbago dada con el alma limpia de una pequeñita que desea que su abuelo no se desacuerde de ella?

Cuando salgamos de estos días de tinieblas, ¿guardaremos algo en la memoria que no sea el miedo que nos ha paralizado por tantos meses? Deberían ser éstos los mejores instantes para entender de qué estamos hechos; para sabernos, ante la debilidad, con la grandeza de ser portadores de otro virus: el virus contagioso del amor (tal como lo describe en el prólogo del libro Dios en la pandemia, el Papa Francisco).

En la oscuridad hemos gritado a Dios para que nos ampare. Cuando venga el amanecer, ¿nos desacordaremos –en el sentido que le dio Valentina– de Él? Yo, por lo pronto, llevo ya en mi imagen de los días de la pandemia, una manita preciosa y firme –con la firmeza de la inocencia– alargando una florecilla azul de plumbago; exigiendo que no me olvide que el bien, la bondad y la belleza todavía son nuestra herencia.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 23 de agosto de 2020. No. 1311

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