Por P. Fernando Pascual
Como ha sido observado, hay numerosos Salmos que son una queja, un grito, una súplica dirigida a Dios frente a las persecuciones y agresiones de los hombres. Muchos de ellos incluyen la acción de gracias por la ayuda recibida.
“Yahveh, ¡cuán numerosos son mis adversarios, cuántos los que se alzan contra mí!” (Sal 3,2)
“Por el orgullo del impío es perseguido el desdichado, queda preso en la trampa que le ha urdido” (Sal 10,2).
“He aquí que los impíos tensan su arco, ajustan a la cuerda su saeta, para tirar en la sombra a los de recto corazón” (Sal 11,2).
“¿Hasta cuándo tendré congojas en mi alma, en mi corazón angustia, día y noche? ¿Hasta cuándo triunfará sobre mí mi enemigo?” (Sal 13,3).
“Avanzan contra mí, ya me cercan, me clavan sus ojos para tirarme al suelo. Son como el león ávido de presa, o el leoncillo agazapado en su guarida” (Sal 17,11‑12).
“Tú me libras de mis enemigos, me exaltas sobre mis agresores, del hombre violento me salvas” (Sal 18,49).
“Cuando se acercan contra mí los malhechores a devorar mi carne, son ellos, mis adversarios y enemigos, los que tropiezan y sucumben” (Sal 27,2).
“Ataca, Yahveh, a los que me atacan, combate a quienes me combaten” (Sal 35,1).
En otros Salmos destaca la pena y confusión de quien ha pecado, de quien se descubre culpable y toma conciencia de merecer un castigo, o reconoce la belleza del perdón divino.
“Yahveh, no me corrijas en tu cólera, en tu furor no me castigues” (Sal 6,2).
“Pero ¿quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame” (Sal 19,13).
“¡Dichoso el que es perdonado de su culpa, y le queda cubierto su pecado! Dichoso el hombre a quien Yahveh no le cuenta el delito, y en cuyo espíritu no hay fraude” (Sal 32,1‑2).
“Mis culpas sobrepasan mi cabeza, como un peso harto grave para mí; mis llagas son hedor y putridez, debido a mi locura” (Sal 38,5‑6).
“Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí” (Sal 51,5‑6).
La lista podría ser mucho más larga. Sirve para reconocer esa doble experiencia humana: la de quien se siente perseguido y amenazado, y la de quien sufre a causa de sus propios pecados e injusticias.
Frente a tantos males, los Salmos reconocen continuamente la acción salvadora de un Dios cercano. Y sabemos que esa salvación se hizo completa con la Pascua de Cristo.
Esa fue la predicación del Maestro en su vida pública. Esa fue la convicción de los discípulos, como leemos en los Hechos de los apóstoles y en los demás escritos del Nuevo Testamento.
Esa es, sobre todo, la experiencia que cada uno podemos hacer: basta con recibir a Jesús en nuestro corazón para que se haga realidad la salvación completa.
“Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido»” (Lc 19,9‑10).