Por Jaime Septién

Pocas veces, creo que nunca, he escuchado una primera alocución de un presidente electo –Joe Biden– citando a la Biblia y pidiendo cerrar las heridas que dejan las campañas políticas en todos los países de este mundo donde las hay.

Generalmente, el ánimo de revancha es lo que cuenta en el discurso de frente a quienes votaron por el ganador. El “quítate tú para ponerme yo” se impone. Y su conclusión lógica: “tú no sirves para nada; ya verás cómo yo lo hago súper bien y no te me alebrestes porque te vas a la cárcel con todo y chivas”.

Siempre, en medio, están los ciudadanos. Tomados como rehenes. Aquellos que “le atinaron al ganador”, se envalentonan. Y los que “le fueron” al perdedor, a casa, a prepararse para la embestida. Pero esto no es una pelea de gallos. Es un país. Y en un país hay diferencias. Hay millones de diferencias. La tarea de un verdadero líder político es construir puentes y derribar muros.

No sé cómo va a hacerlo Biden en Estados Unidos. Lo que sí me quedó claro es que su raíz católica (será el segundo de los 46 presidentes del país del norte en ser católico) motivó su primer discurso. Hubo una consonancia muy esperanzadora con lo que propone en la tarea política el Papa Francisco. Dialogar, dar lugar al otro. El otro existe. Es parte del mismo pueblo. El otro tiene que ser escuchado. Políticos grandes y pequeños: sigan ese ejemplo. Es la única manera de hacer de la política una forma, la más excelsa, de la caridad.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de noviembre de 2020. No. 1323

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