Muchos cristianos han decidido borrar de su vocabulario el incómodo término pecado.
Por Mónica Muñoz
El idioma español es inmensamente rico y variado, tanto que, los miembros de la Real Academia Española, se pueden dar el lujo de determinar qué palabras de ese amplio vocabulario, han caído en el olvido, llamándolas pomposamente “arcaísmos”, porque resulta que las nuevas generaciones desconocen no sólo su significado, sino su uso, tristemente, porque no les gusta leer, trayendo como consecuencia, niños, jóvenes y adultos que hablan con un escaso léxico, alcanzando apenas un mínimo porcentaje de los miles de vocablos que componen nuestra lengua.
Sin embargo, salta a la vista que, muchas de esas palabras, dejan de utilizarse porque se consideran pasadas de moda, pues no concuerdan con el estilo de vida de mucha gente.
Por ejemplo, la palabra “pecado”, que supongo que dejó de decirse porque no es políticamente correcta, porque, definitivamente, a nadie le gusta que le digan que está viviendo mal, fuera de lo establecido por los mandamientos de la ley de Dios, y añadamos que ahora ya no se puede corregir fraternalmente a nadie porque se toma como una agresión, por eso no es raro observar que las conductas que en otra época eran moralmente reprobables, ahora se aplauden y hasta se incitan, y para muestra, demos una vista al enorme número de divorcios que se han suscitado en todo el mundo, eso, pensando en las personas que aún se casan, porque actualmente los jóvenes y no tan jóvenes solo quieren vivir en unión libre, alegando que no se necesita firmar ningún papel para demostrarse amor, y he aquí otra palabra arcaica: el “matrimonio”, base de la familia, dentro del cual nacen los hijos que crecen en un entorno seguro, teniendo a sus padres para darles amor, educación y el sustento necesario para convertirse en personas de bien.
Sin embargo, para continuar en la línea de las palabras antiguas, me refiero ahora al término “familia”, el cual, conforme se ha descompuesto la sociedad, ha perdido sentido, agregándole la expresión “disfuncional”, interpretando que se trata de una relación grupal en la que sus integrantes aún viven juntos, pero tienen problemas graves.
He querido tocar el tema de las palabras antiguas porque, a la par de que no se utilizan, tampoco se practican. Y quiero hacer énfasis en el término “pecado”, que es amplísimo, porque se refiere a la acción de separase libremente de la voluntad de Dios, prefiriéndose a sí mismo, sin reflexionar en las consecuencias de los actos cometidos. Pienso sobre todo en los cristianos, que los hay de varias denominaciones, pero especialmente, en los católicos, que, a mi parecer, han decidido borrar de su lista ese incómodo término, pues ni siquiera en las iglesias se escucha ya.
A pesar de ello, me parece oportuno recordar que es necesario recapacitar en que, nos guste o no, todas las acciones que cometemos en este mundo, tienen una consecuencia, y no quedarán sin premio o castigo, según lo ameriten.
De algún modo sabemos que esto es cierto, pues nos damos cuenta de que pasará como en las telenovelas, en las que, al final, siempre triunfa el bien.
Y a propósito de telenovela, vi una escena en una de ellas que llamó mi atención, debo confesar que casi no veo tele, de casualidad la encontré en una red social, y, justamente, se desarrollaba un diálogo entre dos padres de familia, que discutían preocupada y amablemente sobre la conducta de sus hijos, que se habían comportado indebidamente, cometiendo un fraude en la empresa de uno de los interlocutores. Uno de ellos se refería a la inmoralidad de los hechos, apoyando que su labor como padres no terminaría nunca, pues tenían que estar al pendiente de sus hijos para que no perdieran el rumbo.
Verdaderamente me sorprendió encontrar una escena de esta naturaleza en un teledrama, que ha sido inmensamente popular durante las dos últimas décadas. Más todavía porque aún se atrevían a exaltar valores como los que comenté anteriormente, y que ahora son ridiculizados, tachando a quienes osan pronunciarlos como “conservadores” o “mojigatos”.
Pero seamos realistas: si nos animáramos a practicar los mandamientos y recordar el sentido del pecado, la mayoría de los problemas sociales que nos ahogan, desaparecerían.
Atrevámonos a llamar a las cosas por su nombre, pues solamente así, podremos llegar a la raíz de los males y perversiones que aquejan a nuestra sociedad, enfrentando valientemente la enfermedad del pecado para poder sanarla con nuestra auténtica conversión.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de diciembre de 2020. No. 1327