Por P. Fernando Pascual
Tener certezas es algo normal en la existencia humana. Pero no siempre lo que consideramos como certeza es verdadero. Así, por ejemplo, en el siglo XIX Auguste Comte tenía la certeza (estaba convencido) de que para la ciencia resultaba imposible conocer la composición química del Sol.
Pasaron los años, y hoy algunos consideran que sí resulta posible conocer qué átomos están presentes en la estrella más cercana a nuestro planeta.
De modo semejante, lo que hoy los científicos afirman como algo cierto y seguro, mañana puede desvelarse como falso, si se conquistan nuevas informaciones que sean consideradas como verdaderas.
También en la vida cotidiana tenemos certezas. Unas más seguras, por ejemplo, que hoy brilla el sol. Otras más inseguras, como suponer que el agua de este arroyo sería venenosa, cuando puede ser potable.
Lo que ocurre es que algunas certezas que pensamos como verdaderas, pueden guiar nuestras vidas hacia graves errores, incluso a daños para nosotros mismos o para otros.
Por eso hay que aprender a analizar las certezas que llevamos en nuestra mente y en nuestro corazón, y reconocer que algunas tienen muy poco fundamento, que otras merecen ser puestas en discusión, y que incluso lo que parece más evidente no siempre tiene garantías de ser una verdad absoluta.
Esto no significa caer en un escepticismo corrosivo, que cerraría las puertas a la búsqueda de verdades y que llevaría a una inseguridad que imposibilitaría desarrollar una vida más o menos normal.
De hecho, nadie llega al escepticismo absoluto, porque cada uno tiene sus pequeñas certezas (sobre sí mismo o sobre otros) con las que baja escaleras, mastica unas galletas compradas en el supermercado, y responde por teléfono a una voz de alguien más o menos conocido.
Si se evita el escepticismo en sus formas dañinas, una sana desconfianza en ciertas certezas nos ayuda a prevenir errores, nos abre a seguir en camino hacia nuevas verdades, y nos hace más disponibles al diálogo cuando encontramos a otros con certezas diferentes de las nuestras.
En esas situaciones de certezas diferentes, si existe un sano espíritu de escucha y una adecuada relativización de lo que es en sí relativo, el diálogo permitirá distinguir entre lo seguro y lo inseguro, y facilitará un camino compartido hacia verdades que generan certezas sanas y bien fundamentadas.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de diciembre de 2020. No. 1329