4˚ Domingo Ordinario (Mc 1, 21-28)

Por P. Antonio Escobedo C.M.

En el pasaje evangélico de hoy, se relata el momento en que Jesús va a la sinagoga para hacer su oración con el resto de los judíos que vivían en Cafarnaúm. Entre los asistentes estaban los escribas. Ellos eran estudiosos que interpretaban y enseñaban el Pentateuco. Tendían a ser conservadores, dando juicios que comprometían o dejaban en vergüenza a los oyentes. Su autoridad la basaban al citar a numerosos profetas, profesores y uno que otro rabí. Presumían de conocer las escrituras y las citaban frecuentemente con cierto aire de superioridad. Por todo ello, eran personajes de mucha reputación y, por tanto, gozaban de poder y prestigio. Los mejores asientos en la sinagoga estaban reservados para ellos, incluso la gente se ponía de pie cuando ellos entraban en algún lugar. Los evangelios nos relatan que los escribas rápidamente se convirtieron en oponentes de Jesús y jugaron un papel decisivo en su crucifixión. El desprecio intolerante y agresivo contra Jesús surge porque consideraban que era un sacrílego, y también porque Jesús era una amenaza a sus muy cómodas vidas.

En el evangelio de hoy vemos que la autoridad de tales escribas es contrapuesta con la autoridad de Jesús. A diferencia de los escribas, Jesús enseña con autoridad propia. Ciertamente que Jesús era un judío culto y conocedor por lo que los asistentes a la sinagoga habrían recibido con agrado la voz fresca y melodiosa de Jesús. Sin embargo, el corazón de los asistentes vibraba con las palabras de Jesús porque sus palabras llevaban vida. En efecto, Jesús hablaba explicando las realidades divinas que conocía. ¡Quién mejor que él para explicar quién es Dios!

Recuerdo que una clase de filosofía pasábamos días o semanas discutiendo la intención de algún autor. Podíamos desarrollar teorías y argumentos para apoyarlas. Debatíamos interminablemente. En ocasiones, llegamos a invitar al autor que estudiábamos para que nos explicará cuál había sido su intención al escribir. Una vez que el autor explicaba, solucionaba nuestras inquietudes. Nadie puede interpretar un texto con tanta autoridad como quien lo escribió. Jesús es la manera en que Dios envió al autor. Por medio de Jesús, Dios se explica para nosotros. Su autoridad no está basada en credenciales ni en su habilidad para citar profetas precedentes, sino en el Espíritu que ha descendido sobre Él en su bautismo. Jesús es el Hijo de Dios y su autoridad viene de Dios.

Esta historia nos invita a ponernos en los zapatos de Jesús y enseñar con autoridad, es decir, hablando de lo que conocemos y vivimos. Para lograrlo necesitamos dejar que Jesús se apropie de nuestro corazón de manera que las palabras que salgan de nuestros labios provengan del Espíritu y no de nuestro conocimiento. Si no tenemos un encuentro profundo y cotidiano con Jesús entonces corremos el riesgo de caer en el papel de los escribas. Recordemos que Jesús es el único que puede hablar con autoridad. Nosotros somos sus intérpretes y necesitamos tener buenos oídos para escuchar bien y no tergiversar su mensaje.

En nuestras conversaciones cotidianas ¿Qué tanto hablamos del mensaje de Jesús? Ojalá que cuando hablemos de Jesús podamos transmitir su mensaje y no quedarnos en una simple opinión personal.

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