Por P. Fernando Pascual
Amanece. La luz se abre paso. Las tinieblas retroceden.
Atardece. La luz se desvanece poco a poco. Las tinieblas ocupan todo el cielo.
Parece que existe una lucha eterna entre la luz y las tinieblas.
Es cierto: también en la noche brillan las estrellas. La luna, con sus fases, sirve de guía al caminante.
Pero también es cierto que con la luz del día los árboles, las casas, los pájaros, las personas, adquieren formas claras y colores atrayentes.
En el corazón de cada hombre se suceden cambios entre la luz y las tinieblas, entre la claridad y la confusión.
A veces todo parece tener sentido y orden. Podemos explicar los hechos, comprendemos el comportamiento de las personas.
Otras veces, el orden desaparece, las personas actúan de maneras incomprensibles, la propia vida queda como suspendida en las tinieblas.
Quisiéramos contar con una luz interior capaz de ver en los momentos de oscuridad, de comprender cuando la situación se hace más difícil.
Para los creyentes, esa Luz existe. Brilló en las tinieblas. Iluminó a todo hombre. Devolvió la vista a los ciegos y la esperanza a los confundidos.
Con Cristo incluso la noche oscura de la que hablan los místicos se convierte en transparencia. Todo tiene sentido desde la luz que viene de Dios mismo.
Este día transcurrirá entre momentos mejores y peores, entre claridades y tinieblas. En mi corazón hay un faro que me guía.
“Luz de Cristo”, cantamos ante el cirio de la Pascua. Luz que vence las tinieblas, que calienta los corazones, que permite caminar en el tiempo con el corazón dirigido hacia lo eterno…