Por P. Fernando Pascual
La voluntad nos impulsa a levantarnos por la mañana, a guardar la dieta prescrita por el médico, a mantener en pie una promesa aunque parezca costosa, a decir no a una tentación más insistente.
En ocasiones, la voluntad no trabaja a pleno ritmo. Puede quedar debilitada por vicios arraigados, por pasiones no bien controladas, por miedos que la paralizan, por gustos que nos apartan del deber inmediato.
En otras ocasiones, la voluntad parece ser vigorosa, pero está al servicio de propósitos equivocados, de opciones que llevan al daño de uno mismo o de otros. Basta con pensar en el caso dramático de la voluntad de algunos asesinos o de tiranos que ponen en marcha guerras absurdas.
La voluntad necesita, por lo tanto, atenciones concretas. Una viene de la inteligencia: si pienso correctamente puedo individuar qué bien concreto estoy llamado a realizar ahora. Otra viene de la formación personal, que permite liberarse de caprichos y acoger lo bueno como objetivo constante de mis opciones.
Cuando una voluntad está bien iluminada y consigue un sano autocontrol de las diversas dimensiones de nuestra humanidad, entonces trabaja con provecho. Una persona voluntariosa, fiel, honesta, disciplinada, conquista metas benéficas y construye relaciones estables con familiares y amigos.
No es fácil lograr ese ideal. Basta con pensar en la larga lista de pecados, injusticias, crímenes, traiciones, que tiñe de lágrimas y de sangre buena parte de la historia humana.
Al revés, si damos pasos pequeños y concretos, si tomamos decisiones correctas en asuntos fáciles que nos refuerzan para momentos más difíciles, la voluntad se robustece y toma, poco a poco, control de la propia vida.
Sobre todo, si nuestras voluntades quedan purificadas por la misericordia divina, si acogen y aceptan las indicaciones que Dios nos ofrece de tantas maneras, podrán fortalecerse y trabajar con esa energía propia de quienes tienen velas desplegadas para dirigirse hacia la meta definitiva de toda vida humana: amar a Dios y a los hermanos.