Por Arturo Zárate Ruiz
Tal vez para levantar la autoestima, muchos tendemos a narrar la historia propia con tintes puramente hermosos y heroicos.
Digo esto porque algunos blancos americanos, todavía los hay, se indignan por las versiones revisionistas de la historia de Estados Unidos y les disgusta que se recuerde el racismo, el puritanismo y la xenofobia de los europeos que poblaron su país, y les disgusta aún más que digan que no pocas veces se robaron las tierras de los indios, que mantuvieron a los negros esclavizados durante cientos de años (golpeándolos y violándolos), que los segregaron por casi un siglo tras la Guerra Civil, entre otras bajezas. Me recuerdan a algunos españoles, también los hay, que reducen su conquista de América a una gesta para evangelizar y civilizar a los indios, como si el mismo Bernal Díaz del Castillo no hubiera descrito cómo los conquistadores sometían sexualmente a las indias, eso sí, muy “cristianos”, no antes de que ellas recibieran el bautismo.
Las historias a modo no son sin embargo defecto exclusivo de pueblos “triunfadores”. También lo son de pueblos o grupos que se sienten “agraviados”, es más, de clases que están en el lado “correcto de la historia” por ser ellas, dicen, las cuales congregan a los “buenos” que se enfrentan y eliminan a los “malos”.
Entre los que se sienten agraviados podrían estar los indios de América y los negros alguna vez esclavizados. De los primeros, la historia oficial mexicana suele presentarlos siempre como pueblos súper civilizados cuyo canibalismo, si el tema resulta inevitable, era mínimo y una expresión exquisita de misticismo, jamás una parte importante de una dieta perversa, no hablemos de su religión. Los afroamericanos deploran que los blancos los hayan esclavizados pero no tocan el tema de que quienes primero los sometieron fueron otros negros, en África, quienes los vendieron a los tratantes que se los llevaron a Estados Unidos.
No pocos franceses son ejemplo de quienes se creen del lado correcto de la historia. Su revolución, afirman sin ninguna duda, logró la Libertad, Igualdad y Fraternidad no sólo en su país sino en el resto del mundo. Su historia oficial ignora, sin embargo, el primer gran genocidio moderno, el de cientos de miles de católicos que se negaron a repudiar su fe, como se les exigía. Otro ejemplo, nuestro, es el de Hidalgo. Se le recuerda por la emancipación de los esclavos (que, de haberse respetado las Leyes de Indias, no los debería haber desde tiempos de Isabel la Católica). No se mencionan sus matanzas de españoles civiles, aun de cientos de niños, en Guanajuato y Guadalajara. En cuanto a Juárez, para la historia oficial es el ícono de la Justicia, la Ley y la República. Sus leyes, con todo, expropiaron las tierras de los pueblos nativos, dizque porque eran de “manos muertas”, para venderlas a inversionistas y capitalistas extranjeros.
Si nos trasladamos a Sudamérica, Bolívar es el Libertador. No se habla de sus matanzas y de sus esfuerzos de entregar Venezuela, Nicaragua y Panamá a la Corona Británica. En fin, los mexicanos adictos al régimen comunista de Cuba aseguran que es el mejor país del mundo.
Citan las cifras del gobierno dictatorial, y con ellas dicen probar que allí tienen los mejores médicos, educadores, científicos y demás. Con todo, no se van a vivir allí, aunque prediquen que es el “paraíso”. Ahora bien, también se da que algunos católicos piensen que porque la Iglesia es santa, todo lo que han hecho sus hijos ejemplares es perfecto. Así los santos no pudieron jamás apetecer pollo en Cuaresma (no hablemos de otros antojos); los Papas son infalibles inclusive en escoger el peperoni de la pizza; lo de las Cruzadas, Galileo y la Inquisición son habladurías o, cuando mucho, cosas mal contadas porque en esos casos siempre y en todo se obró bien. Y si la evidencia se amontona y demuestra lo contrario, hombres de poca fe abjuran de ella.
Deberían aprender de Hilaire Belloc, un converso al catolicismo, quien dijo: “La Iglesia Católica es una institución que estoy obligado a considerar divina, pero para los incrédulos una prueba de su divinidad podría encontrarse en el hecho de que ninguna institución meramente humana conducida con tan descarada imbecilidad habría durado quince días”. No nosotros, sino Dios es el que conduce a la Iglesia.
Por supuesto, hay muchísimas cosas buenas en la historia de la Iglesia, como en la de todas las naciones y los pueblos, ciertamente también en la historia personal de cada uno de nosotros. No ha sido aquí mi intención avinagrar la narrativa de ningún país. Pero creo que reconociendo nuestros errores y aun pecados podemos apreciar mejor y regocijarnos por todo lo hermoso, glorioso y bueno de nuestras vidas, lo cual sobrepasa lo feo. Podemos entonces exclamar como san Pablo: “Vivo contento en medio de mis debilidades… porque cuando soy débil, entonces soy fuerte”. Sí, soy fuerte, no por mí, sino por la gracia de Dios. Suyos son el reino, el poder y la gloria.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 21 de febrero de 2021 No. 1337