Por Arturo Zárate Ruiz
Cuando la guerra de Vietnam, el presidente Nixon usó el concepto de “mayoría silenciosa” para minimizar su impopularidad. Quienes protestaban, decía, no eran sino pocos “hippies”, ruidosos en las calles por no dedicarse a nada productivo. El resto de sus paisanos, una gran “mayoría silenciosa”, no salía a apoyarlo por encontrarse trabajando o cuidando a sus familias en el hogar. Esa gran “mayoría silenciosa”, no el puñado de “drogadictos”, representaba el verdadero sentir de los americanos.
Si bien “Tricky Dick” habló tramposamente, la idea de “mayoría silenciosa” no deja de ser interesante. Con ella nos podemos referir a un grupo amplísimo de gente que, muy ocupada en asuntos privados, no participa lo que convendría en asuntos de relevancia para el bien común. Esta idea va unida a otra correlativa: la “minoría ruidosa”. Nos refiere a grupillos que por no “distraerse” en asuntos privados puede dedicarse, tiempo completo, a la política.
Que ocurra así puede explicar algunas tendencias en la política, en la educación y, entre otras, la cultura.
Muchos suscribimos el principio de subsidiariedad. Éste afirma que, si los individuos podemos alcanzar adecuadamente por nosotros mismos nuestros fines, el Estado no debe reemplazarnos. Con todo, surgen cada día, en múltiples países, agencias de gobierno que dictan y vigilan lo que vamos a comer, dónde y qué debemos estudiar, cómo se integran las familias, qué doctrinas son permisibles en las iglesias, cómo debe administrarse una empresa privada (de no abolirla y convertirla en pública), qué libros se publican, qué mensajes se transmiten en televisión o en la Red, no hablemos de la intromisión del Estado en definir incluso lo que es buen gusto.
¿Por qué ocurre así? Una explicación posible sería que quienes ya trabajan en agencias del Estado, por lo mismo, participan más en política y más les interesa que su negocio, el Estado, crezca.
No así quienes trabajan en empresas privadas o en el hogar, tan ocupados en lo suyo que no tienen tiempo para la grilla. He allí la falta de líderes en muchos partidos de “derecha” y la falta de garra en muchos organismos empresariales.
El resultado es que, si éstos no incursionan en los asuntos públicos por “no tener tiempo”, quienes promueven el Estado gigantesco, por ser su modo de vida, les sobra ese tiempo y se salen poco a poco, y a veces en un abrir y cerrar de ojos, con la suya: todo lo estatizan, hasta tu modo correcto de cubrirte la boca al estornudar, no hablemos de nuestros ahorros, nuestros negocios, nuestras propiedades.
Desde hace tiempo controlan la educación y la cultura. En España ya son 99% los profesores de universidad que se identifican con las “izquierdas”. Y allí y allá han adoctrinado muchísimas generaciones con “el Estado es bueno y lo hace mejor todo, mientras que la empresa privada y quienes trabajan por su cuenta unos ladrones”. También han querido convencerte que el Estado sabe mejor que tú lo que le conviene a tus hijos, por eso los cursos de cómo follar con erizos.
Lamentablemente, algunos líderes de derecha, si es que respingan, lo hacen sólo si les tocan el dinero. Que si les tocan a las familias hasta les conviene. Que hombre y mujer abandonen su hogar para trabajar aumenta la oferta de mano de obra y reduce por tanto los salarios. “¡Qué mejor!”, exultan. Es más, que no tengan hijos y, caso óptimo, que no tengan ningún lazo familiar. Así, dicen, pueden entregarse por completo a lo que les pide la empresa. Por tanto, a atontarlos con la promiscuidad, los condones y el aborto. Y premiar a los que mejor vendan su alma reconociendo su “éxito” profesional. Sólo eso importa.
Quienes defendemos el negocio familiar (no hablemos de saber que el hombre es hombre y la mujer, mujer), aunque mayoría, somos silenciosos. Pensamos como pensamos, pero calladitos. Tememos que nos linche la turba políticamente correcta. Pero si no hablamos, nos aplastarán.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de marzo de 2021 No. 1340