Por Jaime Septién

Al inicio de la conversación que sostuvo con Joe Biden, el presidente López Obrador, dijo que los mexicanos “tenemos dos símbolos” a los que respetamos y veneramos: la Virgen de Guadalupe y Benito Juárez García.

No me voy a meter en la fe de los mandatarios. Lo que sí puedo (y debo) señalar es que la Virgen de Guadalupe no es un símbolo y me parece un error del presidente López Obrador equiparar a la Madre de Dios con un gobernante “liberal”, como él mismo se apresuró a adjetivar a Juárez en la charla.

La adhesión a Juárez es muy su elección. Es imposible –salvo que se le use políticamente– una adhesión semejante a la Virgen de Guadalupe. Considerarla un símbolo es hacerla a un lado de la vida cotidiana, del corazón y, lo más importante, de nuestros actos.

Muchos extranjeros me han preguntado: ¿cómo es posible que un pueblo tan devoto de Guadalupe sea el campeón mundial de asesinatos dolosos; ¿un país sembrado de fosas clandestinas, miles de “desaparecidos” y dueño de las ciudades más violentas del planeta?

La única respuesta que me queda es justamente la que adelantó el señor presidente de México a su homólogo de Estados Unidos: porque para muchos “guadalupanos”, la Virgen es un símbolo, algo “bonito”, un adorno, una señal de que somos mexicanos. Pero que nada tiene que ver con mi vida, con mis acciones, mis borracheras, con la pistola con la que elimino al competidor en el trasiego de drogas ni con el “¿qué tanto es tantito?” de la corrupción. Es como decir: “mi mamá no es la mujer que me trajo al mundo, sino el retrato que tengo de ella en la pared”.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 7 de marzo de 2021 No. 1339

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