Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Una de las maneras antiguas de educar a los hijos era repitiéndoles frases breves o sentencias basadas en la experiencia de los mayores; nacieron así y comenzaron a circular en la familia y en la tribu “dichos” y “refranes” que se fueron integrando a la vida social hasta llegar a tocar las relaciones con Dios. Surgió entonces una literatura que se llama “sapiencial”, palabra que se relaciona con la sal, para darle “buen sabor” a la vida y evitarse amarguras y sinsabores.
En la Biblia hay una colección de escritos llamados “sapienciales” que contienen aforismos, dichos, proverbios, sentencias, refranes, enigmas, poemas y oraciones de un arte literario multicolor. Como ejemplo vea en su Biblia el libro de los Proverbios y el Eclesiástico.
Esta es una pedagogía sencilla y eficaz, que recoge y armoniza la experiencia inobjetable de la vida con la autoridad moral y sagrada de los ancestros: “contra los hechos no hay argumentos”. Un dicho popular entre nosotros sintetiza bien la sabiduría ancestral de la humanidad, y es éste: “Después del niño ahogado, tapan el pozo”. Todo proverbio es como la tapadera de un hoyanco para no caer en él, apoyados en que otros, por necedad, descuido o ignorancia no lo hicieron, y perecieron. Los dichos y refranes se fueron reuniendo en colecciones temáticas para aprender a vivir con sensatez. Jesús solía rematar sus enseñanzas con una de esas sentencias breves que dejaban deslumbrados a sus obstinados oyentes.
La sabiduría que encontramos en esta literatura bíblica comparte su saber religioso con la experiencia humana en general; por eso goza de valor universal, aunque diversificado por las innumerables culturas de la humanidad. Fray Bernardino de Sahagún coleccionó una valiosa serie de “agüeros” y dichos de los antiguos mexicanos, que recogen costumbres y hábitos que nosotros todavía no logramos comprender, sobre todo en el ámbito religioso. Así suele pasar en todas las culturas. Esta literatura sapiencial fue la ventana abierta de Israel al mundo pagano. Jesucristo abriría la puerta grande para este diálogo salvífico transcultural que conjuga experiencia, razón, inteligencia y religión.
Un proverbio en boca de Jesús se convertía en una especie de pinchazo al corazón endurecido de sus oyentes. Esta literatura sapiencial bien puede ser ahora un instrumento pedagógico valioso en boca de los padres y madres de familia durante la pandemia. Todos recordamos los “dichos” y “refranes” que nos repetía nuestra madre, y que nos ayudaron a sacar la carreta de la barranca y los bueyes del atolladero. Los proverbios son píldoras de sabiduría y buen sentido que se toman en pequeñas dosis y se asimilan al calor del hogar. Mucho nos pueden ayudar, pues los conocimientos que se imparten entre nosotros se inspiran en ideologías agresivas y sólo en fragmentos de la realidad, sobre todo en el ámbito religioso. En el ateísmo político práctico en que vivimos, la religión se utiliza para denigrar la fe, conseguir votos y manipulación popular.
La vida humana es una “totalidad” compacta, “organizada” en tres pisos, como el Decálogo: Relaciones con Dios; Relaciones familiares; y Relaciones con la comunidad y sus bienes. Forman una unidad triple organizada en torno al verbo “cultivar”, mandado por Dios en el paraíso. El Cultivo de la tierra, la Cultura del pueblo y el Culto a Dios. El culto al Dios verdadero que nos enseñó Jesucristo es el sustento de todo lo demás. Es sabio el que los integra en su vida y los difunde en la comunidad. Por eso, “el principio de la Sabiduría es el respeto a Dios”. Antes se decía, “el santo temor de Dios”. Sin este punto de apoyo no queda más que la insensatez.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de marzo de 2021 No. 1342