Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Oímos decir con frecuencia que debemos recobrar la normalidad, sin caer en la cuenta que fue esa “normalidad” la que provocó esta crisis. Al menos no lo podemos descartar. Hemos aceptado el proyecto inhumano de desarrollo que se nos ha impuesto, y los católicos buscamos bautizarlo y redimirlo con barnices cristianos.
El liberalismo intransigente y las democracias que de allí se derivan, nos han hecho creer que esa es la forma correcta de gobernarnos. Caemos ahora en la cuenta de que la misma democracia conlleva límites, como toda obra humana, que se torna contra sí misma con sus propias armas, y genera el monstruo del poder absoluto. El poder que no es compartido se absolutiza sin remedio, y terminamos siendo sus rehenes.
Atento a esta debilidad, el Papa Francisco nos pide intensificar el proceso de conversión contra cualquier poder absoluto también en la Iglesia, como nos previno Jesús. La afirmación conciliar es contundente: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino construyendo un Pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (LG 9). Este postulado derriba, de un solo golpe, el individualismo obsesivo de personajes y pueblos. Dios llevó a cabo nuestra salvación no por obligación suya ni por mérito nuestro, sino por regalo de su amor. Es lo que llamamos vocación. Somos cristianos por llamado, por elección, no por apellido. Dios nos salva “como pueblo” porque Él es comunidad.
La llamada de Dios y la atracción del Espíritu son quienes nos han abierto las “Puertas de la fe”, mediante el bautismo y los sacramentos de la Iglesia. El bautismo es el sacramento que nos iguala a todos, hombres y mujeres, residentes o advenedizos, esclavos o libres decía san Pablo. Hay una “igualdad sustancial” que viene de Dios por elección y que nadie nos puede quitar.
A todo bautizado cristiano, puesto que pidió libremente su ingreso a la comunidad creyente, se le pide hacer memoria, recuerdo perenne de quien le llamó a condición tan maravillosa. Cristiano es quien celebra el memorial de Cristo crucificado y resucitado, la Eucaristía, por mandato del mismo Señor: “Hagan esto en memoria de mí”. Celebrar los domingos a Cristo presente en la comunidad cristiana, y acompañar su presencia con la observancia y la obediencia de los mandamientos, es condición indispensable de identidad discipular. “Caminar juntos con el Señor” es ser católico, Iglesia sinodal.
Sin la sinodalidad lo eclesial, lo católico, se desvanece y se torna una fantasía, un infantiloide “cuando me nace”… Este vacío ominoso se busca cubrir con amistades clericales, ceremonias vistosas, apariciones sociales y membretes en las esquelas. Todo eso carece de sustancia, de verdad, de amor y compromiso serio con Jesucristo y con los hermanos. La Iglesia de Jesucristo es la comunidad de discípulos que guarda, celebra y vive de la memoria, del recuerdo vivo del Señor resucitado, sin avergonzarse de caminar con él. San Ignacio de Antioquía, obispo en camino al martirio, se definía como Teóforo, es decir, portador de Dios, porque iba a dar testimonio de Jesús frente a los leones y al populacho en el coliseo de Roma.
Caminantes con Jesús es nuestro título de honor. Esto es lo que enseña el Concilio y que ahora nos recuerda el Papa Francisco, retomando con fuerza el título de “Pueblo de Dios” para la Iglesia. Se le añade el adjetivo santo o elegido para evitar confundirlo con el manoseo que hacen los políticos del término “pueblo”, al que atribuyen virtudes y vicios según su conveniencia y humor.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 30 de mayo de 2021 No. 1351