Por P. Fernando Pascual
Tras las primeras clases, o después de los primeros meses de trabajo, o cuando pasan los años de la vida matrimonial, surge en los corazones una frase de pena y desengaño: no era como esperaba.
La frase implica que, antes de iniciar una actividad, pensábamos que iba a darnos ciertas satisfacciones y plenitud. Luego, con el pasar del tiempo, ha surgido en nuestro interior descontento o incluso desagrado.
Las causas de ese descontento pueden ser diversas. Algunos soñaban con que el trabajo sería más sencillo, menos costoso, asequible a las propias capacidades. La realidad, sin embargo, fue diferente.
Otras veces la vida soñada y la experiencia encontrada coinciden en buena parte. Pero con el pasar de los meses o de los años, un extraño aburrimiento, o el despertar de nuevos deseos y planes, llevan al aburrimiento y al cansancio.
Quizá haya una explicación más profunda: el corazón del ser humano es tan grande y tan complejo, que no existiría prácticamente ninguna experiencia, trabajo, persona, capaz de llenarnos de un modo completo y en todas las etapas de nuestra existencia.
Eso vale, ciertamente, para el tiempo presente. Las cosas, las actividades, las circunstancias, las personas que nos rodean, nosotros mismos, estamos sometidos a procesos inexorables de cambio, de desgaste, incluso de conflictos.
Pero existe un horizonte, que puede empezar a tocarse ya en la vida presente, donde aparece un Ser y una actividad que llenan plenamente todos los anhelos, sueños y amores de cada uno.
Ese Ser se llama Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nos ha revelado, además, su Amor. Ha buscado mil modos de manifestarlo. Ha ofrecido toda la ayuda que hiciera falta para que lo encontrásemos.
“No era como lo esperaba”. Podré decirlo, seguramente, de tantos momentos de mi vida, en los que, tras un esfuerzo sincero y decidido, creí alcanzar una plenitud que luego se mostró caduca, o incluso engañosa.
Sin embargo, sé que existe Alguien que me busca y me ama, que me invita un día y otro a acogerlo en mi vida, que desea mi felicidad completa.
Dios no dice, como si sufriera un desengaño: “Tú, hijo, tampoco eres como te esperaba”. Sino que dice, con la dulzura propia de quien ama: “Tú, hijo, puedes ser mucho más de lo que te imaginas. Basta, simplemente, que empieces a pensar, sentir y vivir como te he enseñado en mi Hijo, que es manso y humilde de corazón…”