Por Miguel Aranguren
La confianza es la garantía de la amistad. Por eso cuando se pierde, la amistad se va por el sumidero y no vuelve, incluso si después media el arrepentimiento, la disculpa y un sincero perdón. Quedará el cariño, el positivo recuerdo de lo que fue, pero resultará casi imposible reconstruir jarrón de tan delicada porcelana.
Confiar es un ejercicio propio de ciegos, un abandono en mano ajena por parte de quien se deja llevar sin necesidad de hacer preguntas ni abrir los ojos. Por eso la amistad, que se disfruta en los buenos momentos, se prueba en los tiempos difíciles, cuando la desgracia, la tristeza, el fracaso o la humillación son escamas que nos pegan los párpados entre sí y nos impiden ver. Entonces, solo la guía de un buen amigo nos brinda seguridad para avanzar sobre suelos resbaladizos.
El amigo exige la confianza de la confidencia, no con el ácido proceder de quien tiene apetito por inmiscuirse en el territorio que cada cual mantiene vedado, sino con la disposición de brindarse a ser una caja fuerte para que el otro pueda guardar con tranquilidad sus secretos, lo que trae aparejado un camino de vuelta: el préstamo de los secretos de la otra persona para que los custodiemos sin ahondar innecesariamente en ellos.
Los pecados de la lengua son nefastos para la virtud de la amistad. La queman, la tronzan, la sajan. Un amigo que hable mal del otro, no es merecedor de esa confianza. Un amigo que mienta para rebajar la superioridad moral, económica, social o intelectual del otro, deja de merecer ese título. Un amigo que adule cuando llegan las horas dulces, por temor a que otros lisonjeros embauquen al amigo triunfador, hace trizas la esencia de la amistad. Lo mismo ocurre cuando calla ante las equivocaciones del amigo por no perder su favor. O cuando se rebela con furia ante las correcciones que, aun por causa injustificada, le hace quien le quiere bien con la mejor de sus intenciones.
La amistad recurre al amparo de la palabra. De la palabra dada y de la palabra no pronunciada. El amigo debe cumplir aquello a lo que se comprometió, o al menos anunciar que no le es posible hacerlo por la causa que sea, pues el otro aceptará sus límites, los comprenderá, se verá reflejado en ellos y reforzará su cariño. El amigo también debe callar aquello que no es necesario decir, quizá porque hiere, quizá porque entorpece, quizá porque se sobrentiende. El silencio es –al igual que la palabra– cimiento de la buena amistad, en la que los amigos terminan comprendiéndose con una mirada, con un gesto, con la mitad de una sonrisa o con una lágrima. Un silencio selectivo dice mucho más que un discurso entre aquellos que se aprecian. El silencio puede ser asentimiento, reconvención, estímulo, seguridad y compañía. A este propósito, cuando el amigo está enfermo o decaído, el cariño se reconoce, casi siempre, por la cercanía silenciosa de quien solo desea acompañar. Y algo parecido sucede cuando el amigo rompe a llorar, da igual la causa porque el amigo la asume como propia.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de junio de 2021 No. 1352