Por Marieli de los Ríos Uriarte
En la vida hay batallas que duran poco y otras que duran una eternidad, la que entabló San Ignacio contra sí mismo y contra sus deseos de fama y honor inspirados por el estilo de vida marcial de su padre y sus hermanos así como por su propio carácter inquieto y lleno de carencias afectivas fue una de las que duró toda su vida y que, hasta hoy, sigue enfrentando a todos quienes hemos descubierto el tesoro del discernimiento para encontrar la voluntad de Dios.
Íñigo de Loyola supo beber de sus propias heridas aunque, de hecho, no se diera cuenta que era Dios el que lo conducía a ellas.
La muerte de su padre y la muy temprana de su madre lo dejaron a merced de un hueco en su vida y en su corazón que siempre lo movería a algo más, a quedarse eternamente insatisfecho y a vivir más en las ilusiones y fantasías que en el suelo pedregoso de la Torre de Loyola y de sí mismo.
Pero Dios supo “cercarlo” y con infinita paciencia labró su barro pero fue precisamente su fuerza, su empeño y hasta su terquedad en dejarse llevar, primero, solo por él mismo, por lo que su corazón y su mente le decían, por sus planes, por sus afectos, por sus ideas y por sus mociones, aunque aún no del todo discernidas lo que lo introdujo en el lenguaje de un Señor cuyo Reino no es de este mundo.
La batalla de Pamplona asomó su personalidad aguerrida que muy probablemente cautivó aún más la mirada de Dios, su entrega apasionada y su confianza inquebrantable en él mismo que, coincidentemente, son los rasgos de todo buen caballero, incluso de los del Rey Eternal; eso estaba dado, ahora faltaba moldear y estilizar su fuerza, volcarla de cara a otro Rey cuyo servicio se llevaba a cabo en otro terreno y con otras armas.
Una súbita enfermedad en su nariz que provocaba un hedor putrefacto que ahuyentaba a todos y le hacía sentir miserable comienza a dejar ver que su vida estará llena de avatares que le irán despojando de sí mismo y de sus muchos pecados, entre ellos el de la vanidad que, llegado el tiempo, le hizo someterse a una carnicería en su pierna por tratar de corregir una cojera que, al final, lo acompañó toda su vida. Su vanidad se va resquebrajando de a poco en poco.
La bala de cañón fue su primera herida, físicamente muy dolorosa pero no tanto como la bala emocional que le atravesó el orgullo y derrumbó sus sueños de caballería.
TEMA DE LA SEMANA: SAN IGNACIO: EL CABALLERO DE LA FE
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 1 de agosto de 2021 No. 1360