Por Jaime Septién

Conocer la autobiografía de San Ignacio de Loyola nos enfrenta a una experiencia siempre renovada. Del caballero de las armas al caballero de la fe; del que quería la gloria de las batallas al que derramaba abundantes lágrimas de alegría porque estaba a punto de morir…, y lo estuvo muchas veces.

Sin embargo, hay una parte de Ignacio que poco se recuerda de él y que da pauta a esta reflexión. Me refiero al impulso irrefrenable que tuvo de estudiar seriamente para hacerse religioso, tras su conversión y su vida de mendicidad. Fue a Barcelona, a Alcalá, a Salamanca, a París con un solo objetivo definido por él mismo: estudiar para ayudar a las almas.

No se conformó ni con el testimonio ni con la vida ascética. Quiso profundizar en la Gramática, la Filosofía, la Teología. Los ejercicios espirituales son algo más que inspiración divina: detrás de ellos hay una conciencia delicada que mira a Dios sin dejar de mirar al hombre.

El estudio, en San Ignacio, es un modo concreto de que las almas encuentren la belleza del cielo. Tenemos que aprender esto para que otros aprendan a juzgar la fe más allá de una mera costumbre; de un requisito para “ser bueno”. Huir del estudio es darle la vuelta a la manzana para no entrar en el templo. Quedarse a las puertas.

El “otro San Ignacio” es un hombre de profunda reflexión. El caballero de las armas encontró en el estudio el arma más poderosa para dar mayor gloria de Dios: el rigor del pensamiento que lleva a saber discernir el tanto cuanto de los actos. En sus propias palabras, nos lleva a “ser contemplativos en la acción”.

TEMA DE LA SEMANA: SAN IGNACIO: EL CABALLERO DE LA FE

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 1 de agosto de 2021 No. 1360

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