Por Arturo Zárate Ruiz
Algunos incrédulos no pierden ocasión para cuestionar nuestra fe. Lo hacen, por ejemplo, cuando nos contemplan aferrándonos a esta vida, y aun a sus miserias, mientras proclamamos esperar otra magnífica e infinitamente superior. —¡Miren cómo palidecen quienes dicen esperar el Paraíso, ya no digo si les hablamos de la muerte, sino incluso de perder unos centavos! ¡Después de todo, no esperan la resurrección!
De creer de veras en el Paraíso, con estos desvanecimientos pareceríamos entonces escoger permanecer en una mazmorra justo cuando nos avisan que ya estamos libres y podemos ir de paseo a lugares muy bonitos. San Pablo nos recuerda que, en efecto, nuestra morada en el Cielo será mucho mejor, y por ello deberíamos preferirla:
“Nosotros sabemos… que si esta tienda de campaña, nuestra morada terrenal, es destruida, tenemos una casa permanente en el cielo, no construida por el hombre, sino por Dios… Por eso, preferimos dejar este cuerpo para estar junto al Señor”.
Y también dijo: “Porque para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia”.
Aun así, san Pablo también advirtió que aun él, cuando todavía predicaba, no tenía seguro el Cielo prometido: “castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no sea que, después de haber predicado a los demás, yo mismo quede descalificado”.
Entonces, una primera razón de apegarnos a esta vida responde a un temor mundano, que no deja de ser válido. Nuestro apego responde a que aún tenemos esta pobre existencia. La otra, aunque creamos en el Paraíso, no es segura todavía, no porque Cristo no nos haya dado ya la salvación, sino porque, por seguir nosotros pecando, pudiéramos no alcanzar la bienaventuranza después de todo, sino la condenación. Además, perder esta vida no es cosa de un instante que aún no llega, es un continuo morir en el aquí y el ahora. Es decir, adiós a los parientes y amigos. Es decir, adiós a muchos placeres mientras uno envejece (si es que envejece). Es perder la salud poco a poco y empezar a gastar más en médicos y en medicinas que en comer a gusto (no hablemos de diversiones). Es verse relegado y en el olvido de la sociedad (aun de los hijos) en que uno está inscrito. La muerte, pues, no es un momento, es un camino que recorrer y que nos obliga a abandonar muchas cosas buenas que uno ama. Duele. Ya nos hemos quitado los zapatos antes de entrar al ataúd.
Y tras la muerte, viene el juicio, el presentarnos ante Dios y rendir cuentas. Si el día del examen de geografía estamos nerviosos, ¿imagínense cómo estaremos en este examen final? Baste notar eso para explicar el por qué de estar asustados. Tras el juicio viene o el Cielo o el Infierno eternos. San Pablo lo repite: “todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba, de acuerdo con sus obras buenas o malas, lo que mereció durante su vida mortal”.
Pero el miedo a dejar esta vida no sólo surge por un temor mundano, también surge por uno santo, uno que tiene el amado al ir a presentarse ante su amante. Desea ofrecerle lo mejor de sí, presentarse ante él, por decirlo alguna manera, bien peinado, o como señaló san Pablo, santo e irreprochable en su presencia, por el amor. No queremos todavía unirnos a Dios por desear ofrecerle, en la medida de lo posible, lo mejor de nosotros. Y logramos eso sólo de permanecer un tiempo más en este mundo cumpliendo su voluntad. En el caso del santo de Tarso, prefiere él todavía permanecer aquí porque no ha acabado la misión que Jesús mismo le encomendó: “por el bien de ustedes es preferible que permanezca en este cuerpo”, pues “tengo la plena convicción de que me quedaré y permaneceré junto a todos ustedes, para que progresen y se alegren en la fe”.
En fin, tenemos apego a esta vida porque es un don muy bueno y hermoso de Dios. Aun Job la abrazó en la peor de las miserias. Haber sabido gozar debidamente del hoy será, en alguna medida, garantía de saber gozar luego la nueva y mucho mejor vida que nos dará Dios en el Paraíso, por supuesto, sin perder de vista que nuestro amor y nuestra meta es Dios mismo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de junio de 2021 No. 1355