Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Toda la riqueza de Jesucristo se comunica a su cuerpo místico, la Iglesia, mediante el Espíritu Santo. Lo expresan sus siete dones con que la adorna. El Espíritu Santo acompañó y llenó la vida de Cristo en su encarnación en el seno de María, en la inauguración de su ministerio en Nazaret, durante sus diálogos con su Padre, en su decisión de entregar su vida por todos y, como Señor y Dador de vida, al resucitarlo de entre los muertos; ahora Jesús, ya a la derecha del Padre, lo envía sobre los apóstoles bajo la mirada maternal de María y hace de la Iglesia su morada permanente.
Provista así la Iglesia del Espíritu, los apóstoles primero y luego los discípulos, anuncian la presencia del Resucitado entre los suyos, lo comunican mediante la Palabra, los signos sacramentales y la guía de sus pastores. La comunidad creyente en su totalidad será sostenida y protegida por la acción eficaz y silenciosa del Espíritu de Jesús que la acompaña. Así avanzará entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, hasta que venga el Señor de la gloria y entregue el Reino al Padre. Entonces la Esposa, en sintonía plena con el Espíritu, dirá jubilosa: ¡Ven, Señor Jesús!
Por encomienda de su Señor, la Iglesia invita a los cristianos fieles laicos a tomar conciencia de esta presencia del Espíritu Santo para el desempeño de las tareas que les encomienda. Jesús es y será siempre Dios con nosotros. Nadie, absolutamente nadie, está más cercano a nosotros que él. Esta es la encomienda propia del Espíritu: Hacer presente en su iglesia al mismo Jesús, ahora viviente y glorioso, intercediendo ante el Padre por nosotros. Como antes hizo presente a Cristo en su carne mortal, así ahora el Espíritu lo hace presente resucitado. Esta es una verdad sustancial para la vida cristiana: Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo.
La diferencia más notable entre ambas presencias consiste en la invisibilidad del Espíritu. Él no se encarnó, sino que habita en nosotros. Su presencia es real y verdadera aunque no visible. En las cosas de Dios lo invisible antecede a lo visible, y siempre conservan su marca de origen: el espíritu. Lo invisible y espiritual se percibe mediante sus efectos, y lo solemos expresar con símbolos e imágenes: fuego, nube, aire… Pero el Espíritu de Dios ama operar en la intimidad de las personas, en lo secreto de la historia y entre las órbitas de las constelaciones.
El silencio, la oración, la escucha de la Palabra y las celebraciones litúrgicas son lugares privilegiados para escuchar su voz, que será siempre el evangelio: Él no dirá nada por su cuenta, sino que tomará de lo mío, dijo Jesús. Él Espíritu Santo es la Memoria viva de Jesús en la comunidad para que haga lo que él mandó. Como Cristo habló lo que había oído al Padre, así el Espíritu hablará lo que oyó al Hijo. Quien habla en la iglesia sin haber escuchado al Hijo, sólo alcanza a oírse a sí mismo, como cualquier sectario. El lenguaje de la santa Trinidad es siempre un nosotros. Éste es el modelo de intercomunicación de personas, respetando la diversidad y sin romper la unidad. Los antiguos le llamaban comunión, los obispos latinoamericanos comunión y participación y el Papa Francisco sinodalidad. Este caminar juntos lo hacemos con Jesús, pionero de nuestra fe, impulsados por su Espíritu. Jesús es el Camino viviente hacia Dios: Nadie va al Padre si no es por mí. Tarea del cristiano no es hacer el camino, sino construir la historia, la historia de salvación.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de junio de 2021 No. 1355