Por Ma. Elizabeth de los Ríos Uriarte
Una y otra vez hemos preguntado por ya un año y medio ¿cuándo acabará la pandemia? La desesperación, el agotamiento físico, mental y emocional, el aburrimiento del confinamiento y el constante vaivén de pasar de la esperanza al horror y viceversa nos han llevado al límite y aferrarnos al pasado pareciera ser el único puerto firme al cual asirnos. Pero voltear solamente atrás impide ver lo que hay delante y esto puede traer aún más consecuencias de las que ya ha dejado esta pandemia.
El Dr. Juan Ramón de la Fuente, a inicio de la pandemia en México en 2020 preconizaba que ésta no tendría fin, que el coronavirus había llegado para quedarse y que habría que acostumbrarnos y adaptarnos a él para reacomodar la vida toda.
Lo cierto es que, el escenario nuevamente se complicó: la pandemia no ha terminado. En México estamos entrando en una tercera ola de ascensos de casos confirmados y con una variante que se contagia más fácilmente y cuyo blanco son quienes antes más se libraban; así, seguimos insistiendo en la pregunta inicial pero seguimos sin aceptar que el coronavirus estará entre nosotros para siempre. Querer que desaparezca sólo lo dota de mayor fuerza y presencia.
Afirmar que han disminuido el número de hospitalizaciones y de muertes, que se hayan tomado medidas precautorias como la toma de temperatura, que, además, no es 100% confiable en muchos casos como el de los asintomáticos y que es un signo tardío que, cuando se descubre, los contagios ya son muchos; que se ofrezca gel antibacterial en las entradas de todos los comercios, oficinas y escuelas y el que nos empeñemos en que las cosas tienen que regresar a como eran antes, no hará que el virus desaparezca ni que estemos seguros todos.
Decimos que ya estamos protegidos con las vacunas, pero hemos visto casos como el de Israel o Chile con su población inmunizada a más del 60% y que han tenido recaídas masivas. Hay muchos casos de personas que, vacunadas incluso con esquemas completos contrajeron el virus y hoy están intubadas en terapias intensivas. El que, en términos generales, los casos de COVID hoy sean menos graves que hace un año no es cierto para todos y cada uno de los casos: nunca sabemos cómo reaccionará nuestro cuerpo o el cuerpo de quien vive con nosotros así que no podemos afirmar que no nos pondremos graves o pondremos graves a quienes viven bajo nuestro mismo techo.
Tener declarado un semáforo verde no asegura ni garantiza que no nos contagiaremos y el confiar en este criterio para abrir masivamente ya han empezado a traer fatídicas consecuencias, unas directas y otras indirectas. Los colegios que reabrieron, aún con todas las medidas de protección, tuvieron que cerrar a las dos semanas por los contagios presentados.
Las mamás que, nuevamente deben dejar a sus hijos en las guarderías para ir a trabajar ya tienen casos de COVID entre sus menores, con el riesgo que implica que ellas se contagien también.
Adultos que son cuidadores primarios de personas de edad avanzada y vulnerables o de menores con condiciones de riesgo que deben ir a laborar jornadas completas todos los días de la semana y que, al descubrir un caso en sus áreas laborales, deben aislarse y pasar noches fuera de casa hasta hacerse una prueba que los confirme como negativos, y mientras tanto, ¿quién cuida de aquellos con los que conviven en casa? Los saldos familiares son aún mayores que el costo de la prueba o las noches de hotel que deben pagar para estar tranquilos y proteger a sus familias.
Pensar en las personas y sus estructuras familiares, privilegiar la vida y a la salud de todos debiera ser más importante que ponderar la economía. Resistir las presiones, incluso, compromisos políticos no es un absurdo, es tener la humildad suficiente para reconocer que no es tiempo aún, la pandemia no ha finalizado ni finalizará.
Hasta que no contemos con un medicamento efectivo, de fácil acceso y de costo razonable capaz de sacar adelante los cuadros más graves de COVID, como sucedió con la epidemia de influenza en el 2009 y el descubrimiento del Tamiflu, ni las vacunas, ni los filtros sanitarios, ni la sana distancia nos mantendrán a salvo.
Reabrir y reactivar actividades resulta necesario y urgente, el confinamiento desinfló no sólo las economías a grados incalculables sino que quebró economías familiares y herencias empresariales de hace años, por eso necesitamos pensar en estrategias que, sabiendo que no garantizarán áreas 100% libres de COVID, sí minimicen riesgos lo más que se pueda y permitan la tan necesaria flexibilidad que requerimos todos en un momento de crisis como el que atravesamos y seguiremos atravesando en los próximos meses.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 1 de agosto de 2021 No. 1360