Por Jaime Septién
Había cedido Tenochtitlán al asedio de las tropas aliadas de Hernán Cortés y los indígenas tlaxcaltecas (así como otros pueblos del Valle de Anáhuac) el 13 de agosto de 1521. Habían llegado ya los primeros misioneros franciscanos (“los doce nuevos apóstoles”) en 1524. Pero no había ningún obispado todavía en la Nueva España.
El primero iba a ser erigido en Yucatán. Pero fue en Tlaxcala en 1525. Por dos razones: para fortalecer a la Ciudad de México (núcleo de la Conquista) y para evangelizar los alrededores de la capital del virreinato. Y el elegido para estos menesteres fue Fray Julián Garcés, un dominico que, no obstante su avanzada edad (74 años al llegar a Tlaxcala, en 1528) supo ser mediador entre conquistadores y conquistados, además de constructor de conventos, escuelas y capillas en la diócesis de Tlaxcala-Puebla.
A Fray Julián se le debería recordar (¡cuánto olvido hay en nuestra historia oficial; cuánta ignorancia tenemos nosotros del papel civilizador de la Iglesia en México¡) por su Carta Latina, una misiva dirigida al Papa Paulo III y escrita entre 1536 y 1537 en la que se ensalzó las virtudes de los indígenas, y dio un consejo a la Corona española (y a toda la cristiandad europea): el oro que deben extraer los conquistadores no es el metal precioso de las entrañas de la tierra, sino el oro de la fe de las entrañas de los indígenas. Por algo este dominico fue llamado “Protector de los indios”. Y por eso deberíamos recordarlo como un prócer de la nación. ¿Quién lo conoce?
TEMA DE LA SEMANA: SANTO DOMINGO: SU HUELLA LLEGÓ A TODO EL MUNDO
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de agosto de 2021 No. 1361