Por P. Fernando Pascual
Cientos de decisiones de nuestras vidas conjugan dos palabras: ignorancia y creencia.
Ignoro si esta medicina me ayudará. Creo (me fío) en el médico que me la ha aconsejado.
Ignoro si este alimento es 100 % biológico. Creo en la empresa que ha puesto un letrero con esas palabras.
Ignoro si este edificio tiene un buen sistema antiincendios. Creo en el propietario que me garantiza esa información.
Ignoro si esa vacuna me ayudará a no contagiarme. Creo en quienes me dicen que vale la pena usarla para prevenir la difusión incontrolada de una epidemia.
La lista podría ser mucho más larga. Muestra algo que ya los antiguos griegos habían explicado: nuestra existencia mezcla conocimientos e ignorancias, y en muchos ámbitos nos basamos en creencias sobre la competencia y la honestidad de otros.
Puede parecer difícil recorrer toda nuestra vida entre la ignorancia y la creencia. Pero constatamos con alivio que muchas creencias han funcionado, incluso cuando la situación parecía extremadamente oscura.
Es verdad que otras creencias demostraron fundarse en el engaño o, al menos, en errores más o menos serios. Porque incluso el mejor médico, al recomendar una medicina, no siempre está seguro de que será útil para mejorar nuestra salud.
A pesar de esos errores, necesitamos, ante decisiones cotidianas o ante aquellas que resultan claves para nuestro futuro, buscar la mejor manera de conocer cada asunto, en la medida de lo posible, para superar nuestra ignorancia.
Al mismo tiempo, necesitamos apoyarnos, con nuestra confianza, en tantas personas buenas que nos ofrecen informaciones que, según creemos, servirán para nuestro bien y el de quienes viven a nuestro lado.
Imagen de Robin Higgins en Pixabay